La noche se sentía pesada, como si hubiera caído especialmente para mí. Afuera escuchaba voces, motos, música… el ruido de siempre. Pero en mi habitación, ese ruido no alcanzaba a entrar. Todo era un silencio que dolía, un silencio que parecía burlarse de mí, recordándome lo que acababa de vivir.
Estaba sentada al borde de la cama. Sentía los puños tensos, las uñas marcándose en mi propia piel. Me ardían los ojos, todavía húmedos; cada lágrima que había derramado me quemaba como si llevara dentro todas las humillaciones de mi vida. “Todo esto es culpa de la maldita pobreza; si tuviéramos dinero, nada de esto hubiera pasado”. ¿Por qué tenía que doler tanto? No era justo, pero en mi mundo nada lo era.
En ese momento, la puerta se abrió despacio. Escuché los pasos de mi madrina antes de verla. Ella siempre entraba así, con cuidado, como si temiera romperme con un movimiento brusco. Y tal vez tenía razón: estaba rota.
—Ay, mi niña, ¿otra vez llorando?
Quise decir que no, quise ser fuerte, pero al verla… todo se me vino encima de nuevo. Apenas intenté limpiarme las lágrimas, otras salieron, traicionándome. Y cuando ella me abrazó, sentí como si algo dentro de mí se deshiciera. Ese abrazo tibio, ese refugio… me dolía porque me recordaba lo que no tenía afuera.
—Es que siempre es lo mismo, madrina —escuché mi propia voz quebrarse—. La pobreza, la maldita pobreza… no sabes cuánto la odio. Por culpa de ella se murió mi papá.
Ella empezó a negar con la cabeza.
—No, mi niña, la pobreza no tiene nada que ver con esto. El doctor dijo que, de igual manera, nada hubiera salvado a tu padre.
Eso era mentira, una vil mentira.
—¡Claro que no, madrina! Si él hubiera ido con los mejores médicos, si se hubiera cuidado, él estaría aquí conmigo.
Mi madrina me comenzó a abrazar más fuerte.
—La pobreza no es la causante de todos nuestros problemas.
Me levanté de golpe. Sentí la rabia arderme por dentro, mezclada con un dolor tan grande que apenas podía contenerlo.
—¡Claro que sí, todo esto es por la pobreza! —dije, sintiendo mis lágrimas caer de nuevo, pero esta vez calientes, furiosas—. ¡La pobreza es la que me obliga a pasar por todo esto! Si yo tuviera dinero, si tuviera poder… nadie se atrevería a humillarme. Nadie.
Vi la sorpresa en sus ojos, pero ya no podía detenerme. Era como si algo que llevaba años atrapado dentro de mí por fin hubiera explotado.
—¡Tú no sabes lo que es esto, madrina! —exclamé—. No sabes lo que es sentir vergüenza cada día, no por lo que uno hace, sino por lo que uno no tiene. ¡Estoy cansada de vivir así!
Mi madrina quiso tomarme la mano, pero la aparté con suavidad. No porque no la quisiera, sino porque ya no quería que me detuvieran. Caminé hacia el espejo. Quería ver a la persona que estaba hablando. Quería confirmarlo: sí, seguía siendo yo.
Mi reflejo estaba ahí: herido, cansado, pero diferente. En mis ojos había algo nuevo. Algo que me daba miedo y fuerza a la vez.
—Ya no quiero vivir con vergüenza… —susurré, pero sentí que mis palabras eran una promesa—. No quiero seguir luchando por cada moneda. No quiero que me humillen nunca más.
Observé mi propio rostro, la forma en que mis ojos se endurecían al hablar.
—Y te juro… —mi voz tembló, pero no se apagó— que nadie más me va a humillar. ¡Nunca más!
Me reconocí. Me vi. Y pude sentir cómo algo en mí renacía.
—Haré lo que tenga que hacer para salir de esta miseria —continué, sin apartar la mirada del espejo—. Lo que sea. No voy a quedarme aquí toda la vida. No voy a seguir siendo pobre. No voy a permitir que nadie me vea hacia abajo de nuevo.
Sentí los brazos de mi madrina envolverme desde atrás. Su abrazo era cálido, amoroso, lleno de miedo. Su miedo por mí… por lo que estaba empezando a convertirme.
—Mavel, mi niña, no pierdas tu corazón. Eso no le hubiera gustado a tu papá. Recuerda lo que decía: “El dinero no lo es todo”.
Cerré los ojos. Tenía razón: papá siempre tuvo un buen corazón; para él, la felicidad valía más que cualquier cosa. Pero yo no podía volver a pasar por algo así, no podía.
Cuando volví a abrir los ojos y me vi en el espejo, supe que mi papá ya no estaría conmigo y la suavidad que siempre me enseñó ya no podía ser lo que guiara mi vida.
—Lo sé, madrina… —murmuré—. Pero ya no voy a vivir arrodillada. Esta será la última vez que lloro por culpa de la pobreza.
Y mientras la noche seguía oscura allá afuera, entendí algo: no había vuelta atrás. La Mabel que solía llorar… había quedado atrás. Y lo que venía ahora… no me daba miedo.
Me daba poder.