Cuando entré a la casa, ya estaba oscureciendo. La luz amarilla del foco viejo iluminaba la cocina, y el olor del guiso que mi mamá preparaba llenaba el aire. Por un momento, ese olor me tranquilizó. Era como volver a un lugar donde, al menos por unas horas, nadie me veía como una intrusa.
Mi papá estaba sentado en la mesa, revisando sus cuentas como todas las noches, frunciendo el ceño mientras hacía números que nunca alcanzaban.
—Hijita, ya llegaste —dijo mi mamá con una sonrisa cansada—. ¿Cómo te fue?
Sentí un nudo en la garganta.
¿Cómo me fue?
Como siempre: me señalaron, se burlaron, Juliana casi me hace estallar en plena clase.
Pero no podía.
No quería ver la preocupación en sus ojos. Ni la culpa.
Así que respiré, me acomodé el cabello… y fingí.
—Bien, mamá —respondí con una sonrisa que me costó—. Muy bien. Oye, mamá, no te olvides de que tienes que darme dinero para sacar mi certificado de la preparatoria.
Mi mamá me miró con tristeza, iba a responder, pero papá interrumpió:
—Tranquila, princesa —respondió él—. Después te lo doy. Mejor anda, corre a lavarte las manos para cenar.
Asentí y me fui al baño a lavarme las manos, pero cuando regresé escuché a mis papás discutiendo.
—A ver, dime de dónde vas a sacar el dinero —comentó mamá—. Sabes que falta llenar la despensa, ya se nos acabó.
—Tranquila, ya veré de dónde saco más dinero —respondió papá—. Pero no podemos negarle dinero a Mabel, sabes que es para sus estudios.
Nunca teníamos dinero, siempre faltaba, y eso era lo que me daba mucho coraje. No quise seguir escuchando más, así que solo los interrumpí sin que se enteraran de que los escuché.
—Ya está, ya me lavé las manos —comenté—. Vamos a cenar, muero de hambre.
—Ahora te sirvo, mi vida, siéntate.
Me senté a la mesa, pero la verdad no tenía hambre, me quedé pensando en todo lo que me había pasado hoy, y sin darme cuenta empecé a jugar con la comida.
Mi papá me miró de reojo.
—¿No te gusta? —preguntó.
—Sí, papá… solo estoy cansada —mentí.
Mi mamá siguió hablándome, preguntándome cosas pequeñas del día, y yo respondía con medias verdades.
Porque la otra mitad… la que realmente importaba… no podía compartirla.
Mi papá levantó la vista y dijo:
—Lo importante es que aproveches cada oportunidad, hija. Esas jamás se presentan dos veces.
Asentí.
Y ahí, mientras ellos seguían hablando, yo pensé para mí:
Claro que voy a aprovechar cada oportunidad, más de lo que ustedes imaginan, más de lo que cualquiera espera de mí.
Me terminé la comida, fingí estar tranquila y me dirigí a mi cuarto.
Apenas cerré la puerta de mi cuarto, la respiración se me rompió.
El silencio me golpeó más fuerte que cualquier palabra de Juliana.
Me apoyé contra la puerta, con el corazón latiéndome tan rápido que sentía que iba a romperse. Me había pasado toda la cena fingiendo, sonriendo como si mi día hubiera sido normal, como si no hubiera sentido vergüenza, ira, humillación.
Pero ahí, sola… ya no pude sostener el disfraz.
Una lágrima me cayó antes de que pudiera detenerla. Y luego otra.
Y otras más.
Me llevé las manos al rostro, temblando.
—¿Por qué? —susurré, apenas con voz—. ¿Por qué siempre es lo mismo?
No esperaba una respuesta.
El cuarto oscuro, las paredes delgadas, el ventilador viejo… todo me devolvía silencio. Me senté de golpe.
Respiré hondo.
Miré mi mochila tirada en el suelo. Entre los cuadernos, sobresalía el horario de la preparatoria, el símbolo de la beca… cosas que deberían haberme hecho sentir orgullosa. Pero ahora… solo eran recordatorios de lo lejos que estaban los demás de mi mundo.
Me acerqué a la ventana. Afuera se escuchaban risas de los vecinos, motos, música, la vida sencilla de un barrio que yo amaba… pero que también se me quedaba chico.
—Yo merezco más —dije con una firmeza nueva—. Mucho más.
Me dejé caer otra vez en la cama, pero esta vez ya no lloraba.
Ya no temblaba.
Ahora sentía algo más frío, más fuerte, más claro.
Una promesa.
—Voy a salir de aquí —susurré—. Cueste lo que cueste.
En ese instante entró mi mamá y me tapé para que no me viera.
—Princesa, Gabriel te vino a buscar, está afuera, te quiere ver.
—Ya salgo, mamá —respondí intentando sonar tranquila—. Dile que ya voy.
—Está bien, mi vida, recuerda que te quiero mucho y siempre puedes confiar en mí.
—Lo sé, mamá —recogí mi mochila—. Por favor, dile que ya salgo.
Mi mamá no dijo nada, solo salió de la habitación y empecé a limpiarme las lágrimas.
No quería que Gabriel notara que había llorado, no me gustaba que sintiera pena por mí. Asi que salí a encontrarme con él.
Gabriel estaba con zapatillas, con su uniforme de médico, lo que significa que estaba regresando de estudiar. Tenía el cabello húmedo, y esa sonrisa cansada que siempre me derrite un poco, aunque yo finjo que no.
Cuando me vio acercarme, me abrazó y me dio un beso.
—Mi amor —dijo conteniendo esa sonrisa—. Te extrañé mucho.
—Yo también —le respondí mostrando una sonrisa—. No sabes cuánto.
Amaba demasiado a Gabriel porque siempre se esforzaba, trabajaba y estudiaba, esperaba el día donde nos graduáramos los dos para poder salir de este lugar.
—¿Te parece si damos una vuelta por aquí cerca? Me cambio y nos vamos.
—Está bien —respondí—. Te espero, no tardes.
Me dio otro beso y lo vi entrar a su casa. Cuando salió, me tomó por la cintura y comenzamos a caminar. A medida que íbamos avanzando, me contaba cómo estuvo su día, pero no le estaba prestando atención.
No sé en qué momento lo notó, pero lo supe en cuanto sentí la mirada de Gabriel clavada en mí. Íbamos juntos, como siempre, pero dentro de mí había un ruido constante, como si cada pensamiento chocara con otro.
Y él lo percibió.