El despertador sonó antes de que el sol terminara de salir. Abrí los ojos lentamente, todavía con ese peso en el pecho que me despertaba casi todos los días últimamente. Por un instante pensé en quedarme acostada, pero no podía permitirme ese lujo. No cuando cada día en la preparatoria era una oportunidad… y también una batalla.
Me senté en la orilla de la cama, mirando mi pequeño cuarto. Todo estaba en orden, como siempre, pero aun así sentí la misma incomodidad: nada de aquí pertenece al mundo al que quiero llegar. Y aun así, es lo único que tengo.
Respiré profundo y me levanté. Fui directo al clóset —si es que así se le puede llamar— y revisé mi ropa. Mi uniforme estaba colgado, bien planchado gracias a mi mamá, que siempre se levantaba antes que yo. Lo tomé entre mis manos y pensé en las otras chicas de la prepa, esas que llegaban con zapatos de marca y mochilas nuevas cada semana. Yo tenía que cuidar cada prenda como si fuera la última.
Mientras me peinaba frente al espejo, me observé con más crítica de la que debería. Mi cabello, mis ojos, mi rostro… No es que no me gustara cómo me veía; era más la sensación de que mi apariencia nunca sería suficiente para encajar en ese mundo donde todo parecía medirse por lo que llevabas puesto.
—No importa —me dije a mí misma—. Lo que importa es quién voy a ser, no quién soy ahora.
Esa frase se convirtió en una especie de escudo. No perfecto, pero suficiente para seguir avanzando.
Tomé mi mochila, revisé mis cuadernos y respiré hondo antes de salir del cuarto. Mis papás ya estaban en la cocina; el olor a café llenaba la casa.
—¿Lista para otro día, Mabel? —preguntó mi mamá con una sonrisa cansada.
—Sí, mamá —respondí, devolviéndole la sonrisa aunque mis pensamientos estuvieran lejos.
Mi papá me dio sus buenos días con un gesto cariñoso. Ellos siempre me miran con una mezcla de orgullo y esperanza… y esa mirada pesa. A veces siento que no puedo fallarles, que todo lo que hago tiene que valer la pena.
Tomé un pedazo de pan y un sorbo rápido de café. No tenía mucha hambre, los nervios de cada mañana ya se habían vuelto parte de mi rutina.
Antes de salir, me detuve frente a la puerta.
Un día más, pensé.
Un día más para demostrar que merezco estar ahí… y un día menos para salir de esta vida.
Y con ese pensamiento clavado en la mente, respiré profundamente, ajusté las correas de mi mochila y salí rumbo a la preparatoria.
El camino hacia la prepa siempre se me hace más largo de lo que realmente es. Tal vez por los pensamientos que me acompañan, o porque cada paso me acerca a un lugar donde todo parece diseñado para recordarme que no pertenezco del todo.
Cuando doblé la esquina y vi los portones altos de la preparatoria, sentí ese nudo familiar en el estómago. Autos costosos entrando, estudiantes bajando con mochilas nuevas, saludándose como si el mundo entero fuera una fiesta permanente. A veces me pregunto cómo sería llegar así, sin preocupaciones, sin comparación constante.
Crucé el portón con la cabeza en alto. Siempre. Aunque por dentro temblara un poco.
Los pasillos estaban llenos, ruidosos, llenos de grupos que parecían encajar tan fácilmente entre ellos. Yo avanzaba con la mochila apretada contra mi hombro, sintiendo que cada murmullo, cada mirada rápida, podía terminar convertido en un juicio.
Pero entonces escuché:
—¡Mabel! —la voz ligera y amable de Elena.
Sentí alivio inmediato. Elena siempre me hace sentir menos fuera de lugar.
Se acercó con una sonrisa abierta, sincera.
—¿Cómo amaneciste? —me preguntó mientras caminábamos juntas.
—Bien… creo —respondí, sin querer cargarla con mis preocupaciones desde tan temprano.
Ella me estudió un segundo, como si pudiera ver lo que yo intentaba esconder, pero no insistió. Esa es una de las razones por las que me cae tan bien: sabe cuándo hablar y cuándo solo acompañar.
Apenas doblamos hacia el edificio principal, vi a Juliana con su grupo, recargadas en las escaleras como si posaran para una foto que nadie les pidió. Me vieron pasar y, aunque no dijeron nada en voz alta, pude notar la forma en que me miraron de pies a cabeza.
Como si yo fuera una nota discordante en un salón perfecto.
Intenté no darle importancia, pero claro que dolió. Siempre duele un poco.
—Ignóralas —murmuró Elena, como si me hubiera leído el pensamiento—. No valen la pena.
Asentí, aunque por dentro algo se revolvía. Ese deseo de demostrarles a todas que no soy menos. Que no soy lo que ellas creen.
Subimos las escaleras y entramos al salón. El olor a cuadernos nuevos, desinfectante y lápices recién afilados llenaba el aire. Me senté en mi lugar de siempre, respirando profundo.
Un día más.
Un día más para demostrarme que puedo.
Un día más para acercarme a lo que quiero ser.
Y aunque el mundo alrededor pareciera diseñado para aplastarme, ahí estaba yo. Sentada, presente, luchando.
Ni siquiera habíamos pasado la primera hora de clases cuando todo empezó.
La profesora aún no llegaba, y el salón estaba lleno de conversaciones, risas y el ruido de sillas moviéndose. Yo estaba copiando unas notas cuando escuché el tono inconfundible de Juliana detrás de mí. Ese tono que siempre anuncia algo desagradable.
—Ay, mira —dijo, lo suficientemente alto para que yo la oyera—. Ya llegó la estrella del barrio.
Sentí cómo se me tensó la espalda, pero no volteé. No le iba a dar ese gusto. Elena, desde mi lado, dejó de escribir y me miró preocupada.
—No hagas caso —me susurró.
Ojalá fuera tan fácil.
Escuché pasos acercándose y supe que era Juliana antes de que hablara. Ella siempre hacía ese ruido de tacones nuevos, exagerados, como si caminara sobre un escenario.
—Mabel… —empezó, y aunque no quería mirarla, lo hice—. ¿Ya viste cómo se te está descosiendo la falda?
Miró a sus amigas, esperando la risa que llegó de inmediato.