Belleza Peligrosa

CAPITULO 4

Cuando la profesora por fin entró al salón, yo aún tenía el pecho apretado por lo que acababa de pasar con Juliana. Sentía la mirada de algunas personas sobre mí, esa mezcla incómoda entre curiosidad y lástima que tanto detesto.

Pero en cuanto la profesora dejó sus libros sobre el escritorio, algo dentro de mí cambió.

Como si se encendiera un interruptor.

No vine aquí a dejar que me pisoteen.

Vine a demostrar que puedo más.

La profesora comenzó a explicar el tema del día: ecuaciones, fórmulas, métodos. La mayoría de mis compañeros apenas seguían la explicación; unos bostezaban, otros escribían distraídos. Juliana, por supuesto, solo hacía como que prestaba atención.

Yo, en cambio, me aferré a cada palabra. Tomé notas rápidas, precisas. Cada línea en mi cuaderno se sentía como un paso hacia adelante, como una forma de recordar por qué estoy en esta preparatoria en primer lugar.

Porque por más que duela, por más que me miren como si fuera menos…

sé que soy capaz.

Sé que puedo brillar.

La profesora dejó un problema complicado en el pizarrón. Ese tipo de ejercicios que hace que todos se hundan en sus asientos para evitar que los llamen.

—¿Alguien quiere intentarlo? —preguntó, mirando al salón.

Nadie levantó la mano.

Me quedé quieta unos segundos, sintiendo el corazón latirme fuerte. Una parte de mí quería evitar llamar la atención, quería pasar desapercibida. Pero otra… esa parte terca, orgullosa, herida…

esa quería demostrar que lo que dijo Juliana no define nada.

Así que levanté la mano.

La profesora sonrió, un poco aliviada.

—Adelante, Mabel.

Me levanté y caminé hacia el pizarrón. Escuché un par de murmullos detrás, y no necesité mirar para saber de quién venían. Juliana y sus amigas. Siempre ellas.

Tomé la tiza y respiré hondo.

Uno.

Dos.

Tres pasos.

Y comencé a resolver el ejercicio.

Línea por línea.

Cálculo por cálculo.

Seguro, preciso, sin titubear.

Cuando terminé, dejé la tiza sobre la repisa y me giré hacia la profesora. Ella revisó el procedimiento, asintiendo.

—Perfecto, Mabel —dijo—. Excelente trabajo.

Un calor distinto me recorrió el cuerpo. No era vergüenza, ni rabia.

Era orgullo.

Regresé a mi asiento con la cabeza en alto. Elena me sonrió, dándome un pequeño golpe con el codo como diciendo “¿ves? te lo dije”.

Y aunque Juliana intentó aparentar que no le importaba, el gesto tenso en su mandíbula la traicionó. Le dolió. Claro que le dolió.

Apenas termina la clase, empiezo a guardar mis cosas, todavía con la satisfacción tibia de haber respondido bien. Me gusta sentir que sé, que puedo… que tengo algo que nadie me puede quitar.

Pero entonces escucho ese suspiro falso, exagerado, inconfundible.

Juliana.

Ya viene.

—Ay, por favor… ¿ya vieron? Ahora resulta que Mabel todo lo sabe. Qué sorpresa.

Sus amigas ríen, esas risitas huecas que siempre acompañan lo que ella dice, como si fueran su eco.

Yo cierro mi cuaderno con calma. No voy a girarme todavía. No voy a regalarles ninguna reacción.

Juliana sube el tono, y sé que lo hace para asegurarse de que no haya quien no la escuche.

—De verdad, ¿qué ganas con contestar cada pregunta? ¿Quieres que la profe te ponga un altar?

Respiro hondo. No pienso morder el anzuelo.

No hoy.

Una de sus amigas agrega algo y todas se ríen otra vez.

—Tal vez quiere puntos extra… ya saben, “caer bien”.

Y Juliana remata:

—Sí, claro. Como si de verdad fuera tan brillante.

Ahí sí me doy la vuelta. Lo hago despacio, sin perder el aire de tranquilidad, aunque por dentro siento esa mezcla conocida de rabia y orgullo. No voy a dejar que me aplasten. Nunca más.

La miro directo, sin bajar los ojos.

—Si tanto te molesta que responda, podrías intentar hacerlo tú en la siguiente clase. A lo mejor también destacas.

Su gesto cambia apenas un centímetro. Pero yo lo noto.

Lo noto todo.

—Ay, mira qué valiente. No te emociones, Mabel. Una clase no te hace especial.

Especial.

La palabra me golpea, pero no de la forma en que ella cree.

Yo sé que soy capaz. Y que lo que hago en el salón no es casualidad: es esfuerzo, es hambre… es necesidad.

Le respondo sin mover un músculo de más:

—Tampoco a ti te da autoridad para decir quién puede brillar y quién no.

Escucho cómo la gente alrededor murmura. Juliana también lo escucha; veo el pequeño temblor en su ceja, el microgesto que intenta esconder. Lo odio y lo disfruto al mismo tiempo.

Ella ladea la cabeza, como si nada pasara, como si tuviera el control absoluto.

—¿Sabes qué? Quédate con tu momentito. A ver cuánto te dura.

Y se va. Camina muy erguida, muy segura… pero yo me fijo en la forma en que aprieta la carpeta, como si las palabras se le hubieran quedado atoradas.

Me quedo ahí un segundo, respirando.

No gané ninguna guerra, pero sí un pedacito.

Y en este mundo… cada pedacito cuenta.

La cafetería está llena, como siempre a esa hora. El ruido de charlas, cubiertos y bandejas debería distraerme, pero mi mente todavía está reviviendo cada palabra de Juliana. Me sirvo un jugo y me muevo entre las mesas buscando un lugar vacío.

Y entonces lo veo.

Mario.

Perfectamente peinado, perfectamente vestido, perfectamente seguro de sí mismo. Rodeado de amigos que parecen vivir en un comercial caro. Él ríe por algo que uno de ellos dice… y esa risa suena como si no perteneciera a este lugar.

Me quedo quieta un segundo. No porque me impresione —o eso quiero creer—, sino porque sé lo que significa que yo esté aquí… y él también.

No es la primera vez que lo veo, claro. Pero sí la primera vez que estoy tan cerca.

Mario levanta la vista por casualidad y nuestras miradas se cruzan. Un solo instante.

Yo bajo la mía rápido, como si no importara, como si no me hubiera dado un vuelco el estómago.




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