Elena llega a mi casa justo cuando estoy guardando mis cuadernos. Ni siquiera tuvo que tocar la puerta: mamá la dejó pasar de inmediato, como siempre.
—Mabel, ¿puedo hablar contigo? —pregunta entrando a mi cuarto.
Su tono me sorprende. Suena… serio. Eso ya es raro en ella.
—Claro —respondo, dejándome caer en la cama—. ¿Qué pasó?
Elena cierra la puerta despacio. Luego respira hondo, como si estuviera preparando las palabras antes de soltarlas.
—Escuché lo que pasó en la cafetería —dice finalmente.
Yo ruedo los ojos hacia el techo.
Perfecto. Así que ya circula el chisme.
—Ay, Elena… no fue la gran cosa. Mario sólo habló conmigo. Dos minutos, ya.
Ella se sienta a mi lado, con la preocupación dibujada en la cara.
—Precisamente por eso —responde con suavidad—. Porque sé que no fue “la gran cosa”, pero él… sí lo es.
Levanto una ceja.
—¿Y eso qué significa?
Elena entrelaza los dedos sobre sus piernas, nerviosa.
—Mabel… Mario no es mala persona, pero… pertenece a un mundo muy distinto al tuyo. Al mío también, eh. Pero tú… tú eres más vulnerable a lo que él representa.
Me tenso sin querer.
—¿Vulnerable? —repito, molesta—. No soy una víctima, Elena.
—No dije eso —contesta rápido—. Sólo digo que él… tiene poder. Mucho. Social, económico… y hasta sin querer, puede hacerte daño.
Me cruzo de brazos, retándola con la mirada.
—¿Y por qué crees que me haría daño?
Elena se muerde el labio, dudando.
—Porque para él… hablar con una chica como tú es interesante. Para ti… podría convertirse en algo más complicado. Él tiene todo para no preocuparse por las consecuencias. Tú no.
Me quedo callada. Esa parte… duele. Porque sé que no lo dice por desprecio.
Lo dice porque me quiere cuidar.
Elena continúa:
—No quiero que te ilusiones. Ni que te confundas. Ni que él te use como… entretenimiento. No quiero verte sufrir.
Me levanto de la cama y camino por la habitación, molesta con ella… y conmigo.
—No estoy ilusionada —digo con frialdad—. Ni lo estaré.
Elena abre los ojos, sorprendida por mi tono.
—Lo sé —responde con calma—. Pero tú eres ambiciosa. Y eso no es malo. De hecho, es de lo mejor que tienes. Sólo… quiero que no confundas tus metas con un atajo. Mario no es un atajo seguro. Nunca lo sería.
Me detengo. Respiro hondo.
Ella sí me conoce. Tal vez demasiado.
—Elena —digo más suave esta vez—, yo sé quién soy. Y sé lo que quiero. Mario no tiene nada que ver.
Ella me mira en silencio unos segundos. Y luego sonríe, una sonrisa triste, como si quisiera creerme completamente, pero no pudiera.
—Sólo prométeme que tendrás cuidado —susurra—. Y que no dejarás que nadie, absolutamente nadie, te haga sentir menos.
Me acerco y la abrazo, aunque todavía tengo la mente llena de pensamientos que no dije.
—Prometido —miento un poco—. Pero no porque me dé miedo él… sino porque yo siempre tengo cuidado.
Elena aprieta el abrazo.
—Eso espero, Mabel.
Cuando se va, cierro la puerta y me quedo quieta.
Elena no está equivocada.
Lo odié un poco… porque tenía razón.
Mario no es un problema aún. Pero podría serlo. Y lo peor es que no sé si eso me preocupa… o me intriga.
Cuando salgo al pasillo, encuentro a mi papá sentado en la mesa, revisando unas cuentas viejas, esas que siempre parecen multiplicarse sin permiso. Tiene los lentes puestos y la ceja fruncida, esa expresión que le aparece cuando está cansado pero no quiere que nadie lo note.
Me quedo apoyada en el marco de la puerta, observándolo un momento.
Mi papá… siempre tan fuerte, tan trabajador.
Siempre tratando de dar más de lo que puede.
—¿Princesa? —dice de pronto, notando mi presencia—. ¿Pasa algo?
Me acerco y me siento frente a él. Él se quita los lentes y me mira con esa mezcla de preocupación y cariño que sólo él tiene.
—No, papá… bueno, sí —respiro hondo—. Quería hablar contigo.
Él deja los papeles a un lado y me presta toda su atención.
Eso siempre me sorprende. Siempre tiene tiempo para escucharme, aunque esté agotado.
—¿Qué ocurre, hija?
Me quedo un segundo en silencio, ordenando mis ideas. Después del día que tuve, después de Mario, de Juliana, de Elena… necesitaba algo real, algo que me sostuviera.
—Hoy pensé mucho en… los valores —empiezo—. En lo que me enseñaste. El trabajo, la honestidad, el esfuerzo…
Él sonríe, suave.
—Eso es lo más importante. Lo único que realmente le queda a uno.
—Lo sé —digo bajito—. A veces siento que… que la vida es injusta. Que trabajo mucho y aun así falta. Que otros tienen todo sin luchar. Y que yo… yo quiero más, papá. Mucho más.
Mi papá me mira con una paciencia que me desarma.
—Y está bien querer más —dice—. Está bien soñar, crecer, buscar una vida mejor. Pero sin perderte, hija. Sin olvidarte de quién eres.
Eso… me golpea un poco.
Porque a veces temo eso: perderme.
—Papá —susurro—, tú siempre has hecho todo por mí y por mamá. Nunca te has rendido. Nunca te has quejado. Y yo… sólo quería decirte… que te admiro. Mucho.
Su mirada tiembla un poco. Sé que no está acostumbrado a escuchar eso.
Y antes de que pueda arrepentirme, lo digo:
—Te quiero, papá. Mucho.
Él se queda quieto un segundo y luego me toma la mano, con esas manos fuertes, gastadas, pero cálidas.
—Yo también te quiero, princesa —responde—. Eres mi orgullo. No importa qué pase, lo serás siempre.
Siento un nudo en la garganta. No lloro, porque no quiero preocuparlo, pero sí cierro los ojos un instante.
Fue el primer momento en todo el día en el que me sentí… segura. Vista. Querida.
Mi papá aprieta mi mano.
—Persigue tus sueños, hija. Pero hazlo con el corazón limpio. Lo demás, con esfuerzo, llega.
Asiento.
No sé si él se imagina hasta dónde quiero llegar.