Belleza Peligrosa

CAPITULO 7

Apenas cruzo la reja de la preparatoria, siento ese murmullo típico de las mañanas: pasos apurados, conversaciones en cada esquina, risas, el ruido de las mochilas chocando contra las bancas.

Pero hoy hay algo distinto… O tal vez soy yo.

Después de todo lo que ha pasado últimamente, siento que cada mirada pesa más.

Camino hacia los pasillos, apretando mis cuadernos contra el pecho. Quiero entrar a clase sin llamar la atención, pero entonces justo lo veo: Mario, de pie junto a la cafetería, riéndose con un grupo de amigos.

Y como si el destino quisiera complicarme la mañana, él me mira primero.

—Mabel —dice con esa sonrisa que usa cuando quiere que todos lo noten—. Qué bueno que llegaste.

Me sorprende que me salude tan seguro. Solo nos cruzamos un momento la vez anterior… pero supongo que para algunos, un gesto es suficiente para armar una escena.

—Hola —le respondo, manteniendo la voz tranquila. No quiero problemas.

—¿Vas a entrar a la primera clase? —pregunta, acomodándose la mochila como si estuviera más cerca de mí de lo que realmente está.

—Sí, como siempre.

Mario sonríe, como si mi respuesta le pareciera ingeniosa cuando no tiene nada de especial. Apenas intercambiamos dos frases y ya siento ojos observándonos.

Y claro… entre esos ojos está ella.

Juliana.

La veo acercarse desde el fondo del pasillo, con esa mirada que conozco demasiado bien: la que usa cuando ya decidió que algo le molesta… y que necesita que todos lo sepan.

Mario levanta la mano para despedirse y se va con su grupo, sin imaginar lo que acaba de provocar.

En cuanto él se aleja, la voz de Juliana me cae encima como una sombra.

—¿Así que ahora saludas a Mario como si nada? —su tono es dulce… pero apenas lo necesario para no sonar agresiva. Un disfraz, como siempre.

Yo respiro hondo. No voy a empezar la mañana dándole poder.

—Solo fue un saludo, Juliana. Además, a ti no te debo explicación de lo que hago.

Ella cruza los brazos, inclinando la cabeza con esa sonrisa torcida que usa cuando ya decidió que la conversación va a girar a su favor.

—Ay, Mabel… por favor. ¿De verdad crees que nadie vio cómo te sonrió? No tienes que fingir.

Hace una pausa larga—. Aunque claro… algunos saben sacar ventaja de cualquier cosa.

Trato de mantener la calma, pero siento cómo se tensa mi pecho. Sé lo que está insinuando. Sé que quiere que reaccione.

—No estoy sacando ventaja de nada —le digo, firme—. Solo vine a estudiar.

Juliana se ríe bajito, pero lo suficiente para que su grupo la escuche.

—Claro, estudiar. Y justo Mario se aparece para saludarte. Qué casualidad, ¿no?

La miro directamente. Tranquila. Sin bajar la vista.

Si algo he aprendido es que mostrar inseguridad frente a personas como ella solo les da más armas.

—Si te molesta que me saluden, deberías revisar por qué —respondo—. No es mi problema.

Por un instante, su sonrisa se quiebra apenas. Un milímetro. Tal vez dos.

Pero para mí es suficiente para saber que la golpeé donde no quería.

—Solo ten cuidado, Mabel —dice finalmente, ajustándose el cabello como si no pasara nada—. No todo es lo que parece… especialmente cuando tú estás involucrada.

Y se da la vuelta, caminando con un aire de superioridad que casi tapa lo que en verdad está sintiendo: molestia, incomodidad… quizá un poco de miedo a perder terreno.

Yo respiro, lento, profundo. No sé si este será un buen día o uno más de esos que me ponen a prueba.

Pero camino hacia mi salón con la cabeza en alto, recordando lo que me prometí: nadie va a decidir mi valor por mí.

Entro al salón y busco mi lugar de siempre: la segunda fila, junto a la ventana. Me gusta sentarme ahí porque la luz cae directo sobre mi cuaderno y, si la clase se pone pesada, puedo mirar un instante hacia afuera sin que nadie lo note.

Abro mis libros, saco mi lapicero, trato de acomodarme.

Trato. Porque la sensación está ahí.

Como si alguien me estuviera respirando en la nuca.

No necesito voltear para saber quién es.

Juliana.

Entra al salón con su grupo detrás, riéndose de algo que seguramente ni siquiera tiene gracia. Se mueve con esa seguridad exagerada que parece gritar “mírenme, aquí estoy”. Y claro, algunos la miran. Otros fingen. Pero ella sabe hacerse notar.

Yo mantengo la vista en mis apuntes. No pienso iniciar otro enfrentamiento.

La profesora llega y empieza la clase, explicando un tema que ya revisé la noche anterior. Me gusta ir preparada; no por presumir, sino porque entender me hace sentir… estable. Segura. Como si, por un rato, todo lo demás dejara de pesar.

Mientras tomo notas, siento de nuevo esa mirada clavada.

Como un dedo tocando mi hombro.

Como una sombra que no se mueve. Juliana.

No sé si está esperando que me equivoque, que conteste algo mal, que titubee… cualquier cosa que le dé terreno. Eso es lo que hace: busca grietas. Y si no las encuentra, intenta abrirlas ella misma.

La profesora hace una pregunta. Nadie responde al inicio, así que levanto la mano. No porque quiera destacar, sino porque sé la respuesta. Porque estudiar me importa. Porque si no aprovecho lo que sé, ¿qué tengo?

—Muy bien, Mabel —dice la profesora, sonriendo cuando termino—. Exactamente eso. Excelente explicación.

Algunos se voltean a mirarme. Yo asiento, agradezco, sigo escribiendo.

Pero la mirada de Juliana se vuelve más pesada.

Puedo sentirla sin verla: irritada, incómoda, como si cada palabra que dije hubiera sido una ofensa personal.

Qué absurdo. Qué predecible.

Sigo concentrada. Me sumerjo en las frases de mi cuaderno, en la lógica del tema, en lo que sí puedo controlar. No voy a dejar que un comentario, una burla o un mal gesto me desvíen. No vine a eso.

En un momento, levanto la vista por instinto y alcanzo a ver cómo Juliana baja los ojos rápido, como si no quisiera que la descubriera observándome. Pero lo sé: lleva toda la clase así.




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