Cuando salgo del salón, el pasillo está lleno de voces mezcladas, pasos apresurados y ese ruido típico entre clases que a veces me distrae… pero hoy no.
Hoy sigo pensando en Juliana, en su mirada clavada en mí, en cómo parecía irritarse cada vez que hablaba.
Cierro mi cuaderno y lo abrazo contra el pecho.
—¿Mabel? —escucho una voz suave a mi lado.
Es Elena.
Se acerca con esa sonrisa tranquila que siempre lleva, como si nada pudiera alterarla. A su lado, el caos del pasillo se siente menos ruidoso.
—Te estaba buscando —dice—. ¿Estás bien?
Yo asiento, aunque no sé si es verdad.
—Sí… sí, estoy bien. ¿Por qué?
Elena levanta una ceja. Siempre detecta cuando miento, incluso cuando lo hago por reflejo.
—Te vi en clase. Te noté concentrada… pero también como si estuvieras aguantando algo.
Sus palabras me sorprenden. No pensé haber dejado notar nada.
—No es nada —digo, bajando la voz—. Solo Juliana, como siempre.
Elena suelta un suspiro pequeño pero cargado de fastidio.
—Sabía que era eso. Vi cómo te miraba. Ni siquiera trató de disimular.
Yo me recargo en la pared, respirando un poco más hondo.
—Es como si esperara que me equivoque. Que diga algo mal para poder atacarme.
Elena niega con la cabeza, firme, segura.
—No deberías darle tanta importancia. Estás haciendo un trabajo increíble. La profesora te felicitó. ¿Sabes cuántos quisieran tener esa seguridad para levantar la mano?
Me da un golpecito suave en el hombro, como si quisiera traerme de vuelta a la realidad.
—Tú eres brillante, Mabel. Y Juliana no soporta eso.
Sus palabras me calientan el pecho, como si encendieran una luz en medio de todo lo que me pesa.
—No sé si brillante… —murmuro.
—Sí lo eres —insiste—. Y no tienes nada de qué avergonzarte. Mucho menos frente a ella.
Se me escapa una pequeña sonrisa. Elena siempre encuentra el modo de poner mis ideas en orden sin juzgarme.
—Gracias —le digo—. A veces siento que… que si destaco, la gente se molesta. Y si no lo hago, me ignoran. Es como si nunca fuera suficiente.
Elena frunce los labios, pensativa.
—No tienes que vivir para gustarle a nadie. Ni para Juliana, ni para Mario, ni para nadie. Tú tienes talento. Y mereces usarlo.
Su apoyo me cae encima como un abrazo silencioso.
—Ojalá fuera tan fácil —digo bajito.
Elena sonríe con ternura.
—Tal vez no es fácil… pero no estás sola. ¿Sí? Lo que necesites, aquí estoy.
Y por primera vez en toda la mañana, siento que la tensión en mi pecho afloja un poco.
No desaparece… pero se vuelve menos pesada.
—Gracias, Elena —repito, esta vez de verdad—. En serio.
Ella asiente, como si no hiciera falta decir nada más.
Y juntas caminamos hacia la siguiente clase, mientras yo pienso que quizá… solo quizá… tener a alguien que crea en mí hace el día un poco más llevadero.
Entramos al salón apenas antes de que tocara el timbre. Elena buscó su sitio enseguida, y yo me quedé acomodando mis cuadernos mientras el profesor escribía en la pizarra algo sobre reacciones químicas.
El ambiente estaba medio ruidoso: hojas moviéndose, sillas arrastrándose, gente comentando el experimento de la semana pasada. Yo trataba de concentrarme, pero todavía sentía esa especie de cosquilleo incómodo por haberme encontrado a Mario hace unos minutos.
Me senté y saqué mi lápiz. Elena se inclinó hacia mí:
—Oye, ¿crees que hoy toque práctica? —susurró.
—No sé… —respondí, bajito— pero por cómo escribió el título, suena a teoría.
El profesor Carranza dejó el marcador sobre la mesa y se cruzó de brazos.
—Bien, chicos. Van a trabajar en grupos de tres. Necesito que analicen el experimento sobre reacciones endotérmicas y exergónicas para exponer, pero ese trabajo tendrá tiempo, así que no se preocupen.
Un murmullo recorrió el salón. Elena me miró enseguida con cara de “obvio que vamos juntas”. Yo asentí.
Pero entonces el profesor empezó a leer la lista que ya tenía preparada.
—Grupo 3… Mabel, Elena… y Mario.
Cuando el profesor anunció que el proyecto sería para entregar la próxima semana y que nuestro grupo debía coordinar fuera de clase, a mí se me encendió una idea inmediata.
Mario.
No por amistad, ni porque me importara su opinión.
Era simple: él siempre tenía acceso a todo. Libros caros, materiales de laboratorio en casa, computadora buena, impresora a color… y por cómo habla, seguro podía conseguir lo que hiciera falta.
Si quiero que este trabajo salga perfecto, necesito que él lo haga conmigo, pensé mientras guardaba mis cosas.
Elena hablaba sobre fechas, pero yo ya estaba analizando cómo organizarlo para que Mario terminara haciendo la parte más difícil sin darse cuenta.
—Oigan —dije, procurando sonar neutral—, el profesor dijo que podemos dividirlo como queramos. ¿Por qué no trabajamos en casa de Mario? Él tiene más espacio… y creo que ahí podríamos hacer bien la parte práctica.
Elena me miró como: ¿en serio?
Mario se quedó un momento en silencio.
—Bueno… sí, podría ser —respondió—. Tengo materiales que nos servirían.
Perfecto.
—Genial —dije, sin mostrar demasiado entusiasmo—. Así avanzamos más rápido.
Por dentro, mi mente ya estaba haciendo cálculos: si él trae los materiales y hace la parte técnica, yo solo tengo que organizar y revisar. Trabajo limpio, nota alta… y casi sin esfuerzo.
Elena seguía hablando de horarios, pero yo estaba enfocada:
Con Mario al frente, este proyecto no va a salir mal. Eso es lo único que me importa