El pasillo está lleno de estudiantes moviéndose en todas direcciones. Yo voy guardando mis cuadernos en la mochila mientras camino con Elena, que no ha dejado de mirarme de reojo desde que salimos del salón.
Sé que viene una pregunta. La conozco demasiado bien.
—Bueno… —dice por fin, con una sonrisa medio divertida—, ¿y? ¿Qué te pareció el nuevo profesor Dante?
Yo ruedo un poco los ojos, pero no puedo evitar sonreír.
—¿Qué me va a parecer? —respondo—. Explica bien. Eso es lo que importa.
Elena se ríe bajito.
—Ay, Mabel… te vi. Estuviste súper atenta. Hasta participaste. No te había visto tan concentrada en Cálculo Integral desde… nunca.
—Porque al fin alguien lo explica claro —digo, medio seria, medio justificándome—. Además, si no entendemos este curso, estamos fritas.
Elena asiente, aunque conserva esa expresión de “no me engañas”.
—Y cuando él te pidió tu nombre, casi media clase se quedó mirándolos —comenta con un tono burlón pero suave—. No sé por qué causó tanta sorpresa.
Yo cierro bien mi mochila y respondo:
—Creo que solo quería saber quién participa. Es nuevo. Es normal.
Elena se encoge de hombros, aceptando la respuesta.
—Bueno, mientras nos ayude a aprobar, bienvenido sea —dice—. Y si tú sigues participando así, mejor para el grupo.
Yo asiento, sin añadir nada más. No vale la pena hacer drama.
Por dentro, solo pienso:
"El profesor Dante explica bien. Si sigue así, este curso por fin va a tener sentido."
Nada más. Nada menos.
Elena cambia de tema mientras avanzamos por el pasillo, como si ya hubiera conseguido la respuesta que buscaba.
Al llegar a casa dejo mi mochila en el mueble de la sala. Mamá está en la cocina revisando unas verduras y papá hojea el periódico. El ambiente está tranquilo, con ese olor a comida casera que siempre me calma después de un día largo.
—¿Cómo te fue hoy? —pregunta mamá sin levantar mucho la vista.
—Bien —respondo, acercándome—. Tenemos un profesor nuevo en Cálculo Integral.
Papá baja el periódico un poco.
—¿Nuevo? ¿Y qué tal enseña?
—Mejor que el anterior, la verdad —digo con sinceridad—. Se llama Dante. Explica claro y no se complica con palabras raras. Creo que por fin voy a entender esas integrales.
Mamá sonríe, contenta.
—Ya era hora de que te tocara un buen profesor en matemáticas.
Mientras hablo, escucho un leve golpe de puerta detrás de mí. Me doy vuelta.
Gabriel.
Mi novio había llegado hace unos minutos; a veces se queda en la terraza haciendo tarea mientras espera que yo vuelva. Está apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados, mirándonos.
No se ve molesto, solo… curioso.
—¿Profesor nuevo? —pregunta entrando a la sala—. No sabía.
Yo me encojo de hombros y sonrío un poco.
—Sí. Recién llegó hoy. Dante Montenegro. Explica bien, nada más.
Gabriel asiente, tranquilo, como procesando la información.
—Bueno, mientras te ayude a entender el curso, bacán —dice—. Las integrales siempre son un dolor de cabeza.
Papá suelta una risa.
—Eso sí te lo creo.
Gabriel se sienta a mi lado en el sillón, sacando su cuaderno. No dice nada más sobre el profesor, pero sé que escuchó toda la conversación. Y está bien. Solo era un comentario académico, nada más.
Yo también tomo mis cosas.
—Voy a adelantar tarea antes de que se acumule —digo levantándome.
Gabriel me sigue, como siempre, dispuesto a acompañar y estudiar conmigo.
Seguimos haciendo tarea en la mesa del comedor. Yo estoy revisando un ejercicio de integrales y Gabriel está con un libro grueso de tapa azul. No es un libro cualquiera: tiene un dibujo del sistema circulatorio en la portada.
Lo hojea un rato, marca una página y suspira.
—¿Mucho? —le pregunto sin dejar de escribir.
—Sí —dice mientras se pasa la mano por el cabello—. Pero normal. Así es Medicina.
Levanto la mirada, apoyando el lápiz en la mesa.
—Nunca te pregunté bien cómo es estudiar Medicina… o sea, de verdad. Ya estás dentro, ya estás viviendo todo eso.
Gabriel cierra el libro con cuidado, como si fuera frágil.
—Es… intenso —responde—. No es como en la pre. Aquí no memorizas solo porque sí; tienes que entender cómo funciona el cuerpo de verdad. A veces siento que me falta tiempo para todo.
Lo dice serio, pero no estresado. Más bien con ese tipo de cansancio que también es orgullo.
—¿Y te gusta? —pregunto.
Él asiente sin dudar.
—Sí. Más de lo que pensé. Hoy en la mañana tuvimos laboratorio con muestras reales… —sonríe un poco, emocionado pero sin exagerar—. Y cuando ves cómo encaja todo, cómo cada parte tiene sentido… vale la pena. Aunque duela la cabeza después.
Yo miro sus subrayados, llenos de colores y notas. Se nota que lo está tomando en serio.
—Es fuerte —digo—. Pero se te ve metido. Y… no sé, se nota que te importa.
—Me importa un montón —responde—. A veces me canso, sí, pero no me veo haciendo otra cosa.
Se queda pensativo, y luego añade:
—Por eso también estoy tratando de organizar mejor mis horarios. Entre prácticas, teoría y trabajos… no quiero fallar en nada.
Yo asiento.
—Me alegro. En serio. No todos se animan a algo tan duro.
Gabriel sonríe, no para presumir, sino como alguien que por fin siente que está en el lugar correcto.
—Gracias —dice bajito—. Igual… me gusta contártelo. Tú entiendes cuando estoy cansado y no hago drama.
—Obvio —respondo—. Para eso estamos, ¿no? Para apoyarnos.
Él vuelve a abrir su libro y yo regreso a mis integrales, cada uno en lo suyo, pero acompañándonos igua