Belleza Peligrosa

CAPITULO 13

Hoy no tenía clase en la preparatoria, por lo que decidí avanzar el trabajo con Mario. No iba nerviosa ni nada parecido, pero sí quería ir presentable. Era un trabajo, el cual podría aprovechar, uno nunca sabe.

Abrí mi clóset y me detuve un segundo.

“Algo cómodo… y normal”, pensé.

Tomé un jean, una polera sencilla y mis zapatillas. Nada que llamara la atención. Igual, mientras me amarraba el cabello, pensé en la escena de ayer con Gabriel.

“No quiero llevar ese drama en la cabeza”, me recordé.

Guardé mis cuadernos, el cargador y los marcadores en mi mochila. Luego revisé la dirección que Mario me había pasado.

Antes de salir, mi mamá apareció en la puerta.

—¿Tienes todo? —preguntó.

—Sí, ya voy —respondí.

—Y me escribes cuando llegues —añadió, como siempre.

—Lo haré.

Salí de la casa con esa sensación rara de responsabilidad mezclada con curiosidad. No por Mario, sino por ver si el grupo avanzaba de verdad o terminaba haciendo yo lo de siempre.

En camino, pensé:

“Aprovéchalo, Mabel, puede ser una gran carta”.

Nunca había venido a esta zona de la ciudad. Desde que el taxi dobló la esquina, me quedé mirando por la ventana como si hubiera entrado en otro mundo: veredas limpias, casas enormes, jardines que parecían de revista y perros que seguramente comían mejor que yo entre semana.

Cuando el taxi se detuvo frente a la casa de Mario, sentí que el estómago se me apretaba un poquito.

La casa no era bonita. Era… ridículamente elegante.

Una fachada moderna, ventanales grandes, una puerta de madera gruesa que seguro costaba más que todo el mueble de mi sala. Incluso el timbre parecía caro.

Me bajé del taxi con mis carpetas en la mano y respiré hondo, tratando de actuar como si estuviera acostumbrada a entrar a lugares así.

—Wow… —se me escapó, bajito, como si la casa necesitara que yo confirmara lo impresionante que era.

Me acerqué a la puerta y presioné el timbre, sintiendo que mis dedos temblaban un poquito. Desde afuera se alcanzaban a ver pedazos del interior: pisos brillantes, cuadros enormes, un sofá que definitivamente no era de oferta.

“Con razón siempre dice que su casa queda lejos…”, pensé, medio riéndome sola.

La puerta se abrió y Mario apareció, con su sonrisa de siempre, como si recibiera visitas todo el tiempo.

—Mabel, qué bueno que llegaste. Pasa.

Entré despacio, cuidando no patear nada, no tropezarme, no respirar fuerte. La casa tenía ese olor a limpio y caro, ese que no sé ni cómo describir.

—Tu casa es… —me detuve, porque no quería sonar impresionada, aunque lo estaba muchísimo— muy bonita.

Mario se rió un poco.

—Gracias. Mis papás exageran con la decoración.

La sala era enorme. Todo estaba perfectamente acomodado, nada fuera de sitio, como si la casa viviera en portada de revista. Yo avancé despacio, cuidando que mi mochila no rozara nada por accidente.

—Puedes dejarla ahí —dijo Mario, señalando un mueble en la entrada.

La dejé con cuidado exagerado, como si fuera una bomba. Él lo notó y soltó una risita corta.

De pronto, escuché pasos. Una mujer elegantísima apareció desde el comedor, con una sonrisa amable y una mirada que evaluaba todo.

—Hola —me dijo—. Tú debes ser Mabel, ¿verdad?

—Sí, mucho gusto —respondí, intentando sonar tranquila.

—Bienvenida. Mario me contó que tenían un trabajo pendiente. Si necesitan algo, estoy en la cocina.

La mujer se retiró con un silencio tan suave que hasta eso se veía caro.

No había terminado de asimilarlo cuando un hombre bajó por la escalera con una tablet.

—¿Es la compañera de tu proyecto? —preguntó, mirándome con cortesía.

—Sí, papá —respondió Mario rápido—. Vamos al estudio.

El hombre me saludó con un gesto y siguió su camino. Todo tan normal para ellos… tan raro para mí.

“Qué diferente sería mi vida si creciera en un lugar así”, pensé sin querer.

Mario me miró de reojo, como adivinando el torbellino en mi cabeza.

—Relájate. Aquí nadie muerde —bromeó.

—Es que… todo es tan… —busqué la palabra y no la encontré—. Grande.

Él soltó una pequeña risa.

—Mi mamá dice que una casa debe ser un buen recibimiento para las ideas. Yo todavía no sé qué significa, pero vivimos así desde siempre.

Me llevó a una sala secundaria que parecía más bien un mini–estudio: mesa amplia, pizarrón, ventanal al jardín. Dejó sus cuadernos sobre la mesa y me miró con una sonrisa que parecía más auténtica que todo lo demás en esa casa.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Está… increíble —admití.

Me senté con cuidado. Mario se acomodó enfrente, apoyando los codos en la mesa, mirándome con una mezcla de expectativa y atención.

—Bueno, ¿lista para empezar? —dijo.

Su tono era normal… pero su sonrisa, no tanto.

Había algo en la forma en que me miraba. Algo que no sabía si era curiosidad… o interés.

La mesa del comedor de Mario estaba llena de papeles, pero él parecía más interesado en cualquier cosa menos el trabajo. Yo llevaba la mitad del primer ejercicio cuando él movió su silla un poco más cerca.

—Mabel —dijo con esa sonrisa confiada que él cree que funciona con todo el mundo—, ¿siempre eres así de rápida? Me estás dejando como un flojo.

Sin mirarlo, anoté otra línea en mi cuaderno.

—Mario, no has escrito ni el título.

Él soltó una risa bajita.

—Es que contigo al lado es difícil concentrarse… distraes.

Esta vez sí levanté la mirada. Tan obvio que casi me ganó la risa.

“Qué descarado”, pensé.

—Ah, ¿sí? —pregunté, ladeando un poco la cabeza—. Y yo que pensé que eras bueno en esto.

Él se quedó sorprendido un segundo, como si no esperara que le siguiera el ritmo. Después sonrió más, como si lo hubiera animado.

—Soy bueno —dijo—. Solo que… bueno, tú complicas la cosa.

Yo cerré mi cuaderno lentamente, solo para marcar el punto.




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