—¿Quién intentó coquetearte?
Me doy vuelta despacio.
Gabriel está ahí. Los brazos cruzados, la mirada clavada en mí, como si necesitara que repitiera cada palabra.
Alma parpadea, confundida.
—Ah… Gabriel, no sabíamos que estabas ahí…
Pero él no la escucha. Solo me mira.
Yo trago saliva.
—Gabriel, no es lo que piensas —digo, sin perder la calma—. Estábamos hablando de algo que ya pasó.
—¿Qué pasó exactamente? —pregunta, dando un paso hacia mí—. Porque escuché “coquetear” y escuché tu nombre. Y no me parece poca cosa.
Siento a Alma tensarse a mi lado, incómoda.
No quiero que ella se meta en esto.
—Alma, ¿nos das un minuto? —le digo suavemente.
Ella asiente y se aleja rápido, dejándonos solos.
En cuanto se va, Gabriel me mira con más fuerza.
—¿Por qué no me dijiste nada? —pregunta—. ¿Por qué me entero así?
Respiro profundo.
—Porque no fue importante —respondo—. Mario dijo un par de cosas fuera de lugar, yo lo corté y ya. No iba a armar un escándalo por una tontería.
Gabriel niega con la cabeza.
—No me gusta que un tipo te ande diciendo cosas. No me gusta que un tipo que ni conozco te vea así.
Ahí me empiezo a molestar.
—¿Así cómo, Gabriel? —pregunto, cruzándome de brazos—. ¿Hablando? ¿Respondiendo normal? ¿Siendo educada?
—No —dice él, molesto—. Como alguien que te llama la atención.
Me hierve la cara.
—¿Otra vez con eso? Gabriel, no me gusta Mario. No me interesa. Ya te lo dije.
—Entonces por qué te buscó —insiste—. Por qué te estaba diciendo cosas. Y por qué tú ni siquiera me lo contaste.
—Porque no valía la pena —respondo, subiendo el tono—. ¡Porque no pasó nada más que eso! ¿Quieres que te reporte cada palabra que alguien me dice?
Él se queda en silencio un segundo. Y cuando habla, ya no suena enojado… suena lastimado.
—Yo solo quiero entender dónde quedo yo en todo esto.
Ese comentario me atraviesa.
Me afloja la postura.
—Gabriel… —susurro—. No estás “fuera” de nada. Te lo juro. Estoy contigo. En serio estoy contigo.
Él pasa una mano por su cabello, frustrado.
—No sé, Mabel. Últimamente siento que todo lo que haces está lejos de mí. Como si estuviera viendo tu vida desde afuera.
Me duele escucharlo.
Pero también me asusta lo que implica.
—No es así —digo, calma forzada—. Solo estoy ocupada. Tengo mil cosas que resolver.
—¿Incluye a Mario? —pregunta, sin mirarme.
Respiro hondo. Quema adentro.
Pero mantengo el control.
—Incluye a mis estudios, a mi vida, a lo que estoy tratando de lograr. Nada más. Mario no es nada para mí.
Gabriel sigue mirándome como si estuviera esperando una verdad que no he dicho.
Y eso hace que algo dentro de mí se apriete, como si me faltara aire.
—Solo quiero que seas honesta conmigo —dice él, con esa voz cansada.
Yo me quedo quieta unos segundos.
No quiero que esto termine así.
No quiero que él piense que me da igual.
Así que respiro hondo, miro al suelo un momento y luego lo miro directo.
—Gabriel… —digo más suave—. Te estoy diciendo la verdad.
No estoy con nadie más, no busco nada con nadie más.
Y tú… tú eres importante para mí.
Él traga saliva, todavía con la duda en los ojos.
Y entonces lo digo, porque lo siento y porque quiero que lo escuche de mí:
—Te amo, Gabriel.
No estoy jugando contigo. No lo hago.
Pero si tú no confías en mí, todo se va a volver imposible.
Él cierra los ojos un segundo, como si esas palabras lo golpearan.
Cuando los abre, ya no se ve tan enojado.
Se ve… confundido, dolido, pero más claro.
—No quería hacerte sentir mal —dice, la voz más baja—. Solo… me asusta perderte.
Eso me desarma un poco.
No quiero discutir más, no hoy.
—No me vas a perder —respondo, con la voz firme pero tranquila—.
Pero tienes que dejar de ver enemigos donde no los hay.
Gabriel suelta un suspiro largo.
—Está bien… intentaré confiar más.
Asiento, aunque la tensión sigue flotando en el aire.
Una parte de mí quiere abrazarlo.
Otra parte solo quiere irse a casa y no pensar por un rato.
—Nos vemos más tarde —dice él finalmente, alejándose despacio.
—Sí… más tarde —respondo.
Y lo miro irse, sintiendo un nudo en el pecho. Porque, aunque lo amo…sé que estoy guardando cosas. Sé que esta calma no va a durar para siempre.
Cierro el cuaderno final y dejo el lapicero encima. Ya son casi las nueve y siento la cabeza espesa, como si las ideas se hubieran quedado flotando en el aire desde la discusión con Gabriel.
Suspiré, guardé los apuntes en la mochila y me levanté para estirarme. Apenas doy dos pasos hacia la puerta, escucho cómo se abre desde afuera.
Mi mamá está ahí.
Tiene los brazos cruzados, una expresión seria… de esas que no usa cuando regaña, sino cuando algo la preocupa de verdad.
—Mabel —dice sin rodeos—, quiero hablar contigo.
Yo me quedo inmóvil.
—¿Qué pasó, mamá?
Ella entra y cierra la puerta despacio.
—Te escuché discutiendo con Gabriel. No toda la conversación… pero sí lo suficiente para saber que no estaban bien. —Me mira fijo—. ¿Qué está pasando?
La garganta me arde un poco. Respiro hondo.
—Mama… no fue nada. Solo una confusión —murmuro.
Mi mamá niega con la cabeza.
—No me digas que fue “nada”. Gabriel nunca levanta la voz contigo. Y tú tampoco. Yo escuché tensión, escuché enojo. —Da un paso más cerca—. ¿Él te dijo algo? ¿Te trató mal? ¿Te presionó?
—¡No! —respondo rápido—. Nada de eso. Mamá, de verdad. Solo… se molestó por algo que pensó. Y yo también me alteré. Pero ya, quedó ahí.
Ella me observa largamente, como si buscara una grieta por donde ver lo que realmente siento.
—Mabel —dice por fin, más suave—. Quiero que me digas la verdad. ¿Estás bien?