Belleza Peligrosa

CAPITULO 18

DANTE

Apenas cruzo la reja de la preparatoria, siento esa mezcla de ruido, energía y desorden que solo existe en un colegio lleno de adolescentes. El guardia me saluda con un gesto rápido; yo levanto la mano en respuesta mientras ajusto la correa de mi maletín.

El aire de la mañana todavía está fresco, pero el pasillo ya está lleno de estudiantes moviéndose de un lado a otro. Algunos hablan a gritos, otros revisan tareas que deberían haber hecho la noche anterior, y un par intenta memorizar fórmulas a última hora. Lo de siempre.

Camino por el corredor principal y, como siempre, escucho algún comentario:

—¡Profe Dante, buenos días!
—Profe, ¿hoy nos devuelve el examen?
—¡Profe, dígame que no hay quiz!

Me detengo solo lo necesario.

—Buenos días.
—Aún estoy corrigiendo los exámenes, pronto los tendrán.
—Y no, no hay quiz… por ahora.

Eso último hace que unos cuantos respiren aliviados y otros se pongan nerviosos.

Llego a mi aula antes de que el timbre suene. Dejo mis cosas sobre el escritorio, abro las ventanas y enciendo el proyector. La rutina siempre me ayuda a preparar la mente: revisar la lista del día, repasar el tema, anotar recordatorios.

Me siento un momento y miro el salón vacío. Dentro de unos minutos, estos pupitres estarán llenos de voces, preguntas, risas, distracciones… y problemas que no necesariamente tienen que ver con matemáticas.

Ser profesor es como entrar a una batalla mental diaria, pero una que vale la pena.

El timbre suena.

Respiro hondo.

—Vamos otra vez —murmuro, poniéndome de pie mientras los primeros estudiantes entran.

La clase fluye mejor de lo esperado. Los estudiantes están tranquilos, la mayoría toma apuntes… incluso los que solo copian para sentirse productivos. Hoy estoy explicando un tipo de derivada que suele confundirse, así que decido hacer una pregunta abierta.

—Bien, ¿quién puede decirme cuál es el paso siguiente?

Silencio. Algunos miran sus cuadernos como si las respuestas fueran a aparecer mágicamente. Otros evitan mi mirada… excepto una mano que se alza con seguridad: Mabel.

—Adelante —digo, señalándola.

—Primero simplificamos la expresión interna para poder aplicar adecuadamente la regla de la cadena —explica ella, con ese tono sereno pero firme que usa cuando está concentrada.

Exacto. Tal cual.

—Correcto —respondo—. Ese es el paso clave para no perderse.

Algunos murmuran entre ellos, impresionados porque a muchos les costó entender la explicación. Mabel se mantiene recta, sin presumir, simplemente segura de su respuesta.

Pero entonces escucho un comentario desde el lado izquierdo del aula. Juliana.

—Ay, claro… ahora sí habla como si fuera el genio del salón —dice en voz baja, pero lo suficientemente claro para que varios la escuchen.

Veo a Mabel tensarse ligeramente. Por un segundo pienso que lo dejará pasar… pero no. Se gira hacia Juliana con calma, sin levantar la voz ni perder el control.

—No dije nada para presumir —responde Mabel—. El profesor hizo una pregunta y respondí. Tú también lo podrías hacer si, en vez de estar molestando a los demás, prestaras atención en clase.

El aula estalla en risas. Juliana aprieta los labios, como si no esperara que Mabel le contestara sin caer en provocaciones.

Intervengo antes de que ninguna de las dos diga algo más.

—Silencio —digo con voz clara—. En este salón todos tienen derecho a participar sin recibir comentarios negativos. Si alguien responde correctamente, es motivo para avanzar, no para criticar.

Juliana baja la mirada. Mabel vuelve a enfocarse en su cuaderno. Y el ambiente, aunque tenso unos segundos, se normaliza.

—Muy bien —continúo—. Avancemos al siguiente ejercicio.

Mientras escribo en la pizarra, pienso que Mabel no solo entendió la clase: también supo defenderse con madurez. Y eso, en este grupo, es casi tan difícil como resolver una integral complicada.

El timbre suena y los estudiantes empiezan a recoger sus cosas. El ruido de mochilas cerrándose llena el aula, pero entre todo el movimiento noto que Mabel guarda sus materiales más despacio que de costumbre. Parece esperar a que los demás salgan primero.

Cuando el salón queda casi vacío, me acerco unos pasos sin presionarla.

—Mabel —digo con tono tranquilo—, ¿puedo hablar contigo un momento?

Ella se detiene y me mira con seriedad, pero sin tensión.

—Sí, profesor.

Me apoyo ligeramente en el borde del escritorio, manteniendo la distancia formal.

—Solo quería decirte que manejaste bien la situación hace un rato —comienzo—. Responder una pregunta correctamente no debería ponerte en el centro de ningún comentario negativo, y me parece que lo abordaste con calma.

Mabel baja la mirada un segundo, como si no estuviera acostumbrada a recibir reconocimiento por su forma de actuar.

—Gracias —dice finalmente—. Solo no quería pelear. Pero tampoco iba a quedarme callada si me estaban tirando mala onda.

Asiento.

—Y no tienes por qué hacerlo —respondo—. Defenderse con respeto está bien. Lo importante es mantener el ambiente tranquilo, y hoy lo lograste.

Ella respira hondo, algo más relajada.

—A veces siento que cualquier cosa que diga molesta a alguien —admite—. Pero… bueno, trato de no engancharme.

—Esa es una buena decisión —digo—. Y si en algún momento la situación te supera, puedes hablar conmigo o con cualquier docente. No tienes que cargar con eso sola.

Mabel asiente lentamente.

—Está bien, profesor. Gracias por decírmelo.

—De nada. Ahora ve a tu siguiente clase, no quiero que llegues tarde.

Una pequeña media sonrisa aparece en su rostro.

—Voy —responde, guardando su cuaderno y saliendo del aula.

Cuando la puerta se cierra, me quedo unos segundos ordenando mis papeles. No fue una conversación larga, pero a veces esas palabras breves son las que hacen la diferencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.