Empujé la puerta de casa y sentí que todo el cansancio del día me caía encima de golpe. La mochila me pesaba más que nunca. Apenas la dejé en el piso, escuché la voz de Alma desde la sala.
—¿Ya llegaste? Te demoraste hoy.
Me dejé caer en el sillón como si me estuviera desinflando. No tenía ganas de pensar, pero sabía que necesitaba sacar lo que llevaba encima.
—Hoy… pasó de todo —dije, tapándome los ojos con el brazo.
Escuché a Alma moverse y luego su presencia cerca.
—A ver —dijo con esa mezcla de curiosidad y broma—. ¿Qué hiciste ahora?
Solté una risa chiquita, más por costumbre que por estar realmente de humor.
—Yo nada. O sea… nada malo.
Me incorporé lentamente. Solo decirlo ya me daba otra vez esa sensación incómoda en el pecho.
—En cálculo expliqué un ejercicio —empecé—, y Juliana dijo una de sus cosas. Como siempre.
Alma frunció el ceño de inmediato. Puedo reconocer ese gesto sin mirarla.
—¿Otra vez ella? Qué pesada. ¿Y tú?
—Me defendí —respondí, cruzando los brazos como si todavía estuviera en el aula—. No le dije nada feo, solo aclaré lo que tenía que aclarar. Pero… igual se siente feo. Como que no puedo decir nada sin que alguien quiera caerme encima.
Alma se sentó a mi lado. Su presencia siempre me calma un poco.
—Hiciste lo correcto —me dijo—. No quedarse callada y tampoco armar drama. Eres buena en eso.
Asentí, aunque no estaba tan convencida. Lo que realmente me tenía pensando era otra cosa.
—Lo raro fue el profesor Dante —confesé—. Notó todo. Me dijo algo sobre manejar bien la situación y… no sé, fue inesperado.
Mientras lo decía, me di cuenta de que aún sentía un poco de vergüenza de haber sido observada tan de cerca.
Alma levantó las cejas, como si eso sí fuera una sorpresa.
—¿Y eso te incomodó?
—No —respondí de inmediato—. Solo… no pensé que un profesor se fijara. Pensé que era como las otras veces, que todo pasa y ya.
Alma sonrió un poquito, ese tipo de sonrisa que te hace sentir vista, comprendida.
—Claro que se fijan, Mabel. Cuando haces las cosas bien, se nota. Aunque te acostumbres a que te interrumpan, tú sigues destacando.
Apoyé mi cabeza en su hombro. Sentí que finalmente el día dejaba de apretarme.
—A veces siento que toda la clase es una competencia —dije en voz baja.
—Entonces tú compite contigo misma —respondió Alma suave—. No con gente que solo quiere ruido.
Me quedé ahí un momento, respirando más ligero.
—Mañana será otro día —murmuré, más para convencerme que otra cosa.
—Y lo manejarás como siempre —dijo Alma—. A tu manera, y bien.
—Pero cambiando de tema… ¿qué haces aquí tan tarde? —pregunté con curiosidad—. Mañana no tienes que trabajar.
—No, la verdad que no. Mi jefa me dio el día libre mañana y pues quería hablar contigo. ¿Y tu mamá? No estaba cuando llegué.
—Ni idea. Mamá siempre es así, sale y a veces ni me avisa. Seguro se fue a un trabajo por ahí. Pero ven, vamos a preparar algo para cenar.
El sonido del aceite caliente llenaba la cocina mientras Alma movía una sartén con verduras. Yo, al lado, picaba cebolla sobre la tabla, tratando de no llorar por culpa del aroma.
—A ver —dijo Alma sin rodeos—. ¿Qué más pasó hoy? Tenías esa cara de “te voy a contar algo, pero todavía no sé si debería”.
Me detuve un segundo, respirando hondo.
—Bueno… —empecé—. El otro día Mario me invitó a tomar un café después de clases.
Alma dejó la espátula quieta.
—¿Mario? ¿El del salón? —preguntó, medio sorprendida.
—Sí —respondí, alzando los hombros—. Fue normal, no raro ni nada. Y acepté.
Alma entrecerró los ojos como si intentara leer más allá.
—Ya… ¿y por qué siento que eso tiene algo que ver con Juliana?
Yo bajé la mirada y seguí picando, tratando de sonar casual.
—Porque sí —admití—. Juliana estaba ahí mirando como si yo no tuviera derecho a hablar con nadie. Así que acepté el café. No para pelear… solo para que vea que no puede controlarlo todo.
Alma soltó un suspiro, ese que usa cuando entiende algo, pero igual le preocupa.
—Mabel… eso te va a traer más problemas con ella. La conoces. No se va a quedar tranquila.
—Lo sé —dije, sin detener mis manos—. Pero tampoco voy a dejar que me mire como si yo fuera invisible o como si el mundo girara alrededor de lo que a ella le molesta.
Tomé la cebolla ya picada y la pasé al bowl.
—Además, Mario fue amable. No hubo nada raro. Solo hablamos un rato. Es todo.
Alma empezó a mover las verduras otra vez.
—Yo no digo que esté mal aceptar el café —aclaró—. Solo digo que Juliana es intensa, y tú ya tienes suficientes cosas como para sumar dramas.
Sonreí un poco, apenas.
—Alma… tranquila. Sé manejarlo. No voy a pelear ni voy a darle motivos para armar un escándalo. Si ella quiere ponerse dramática, es asunto suyo, no mío.
Alma me miró de reojo, evaluando mis palabras.
—Esa seguridad tuya a veces me asusta —bromeó.
—Y a veces te salva —respondí, empujándola con el hombro.
Ella rió y me devolvió el empujón.
—Igual, cualquier cosa, me cuentas, ¿ya? Para estar pendiente.
—Claro —dije—. Siempre.
Seguimos cocinando, cada una en lo suyo, pero con esa complicidad silenciosa que siempre hace que la cocina se sienta más ligera que el resto del día.
La mesa estaba servida y el olor de la comida llenaba toda la cocina. Alma y yo ya habíamos empezado a comer, aún conversando de todo lo que había pasado en el día, cuando escuchamos las llaves en la puerta.
Papá entró.
No parecía cansado… pero tampoco bien. Solo… extraño. Como si algo estuviera rondándole la cabeza.
—Hola, hija —dijo con un intento de sonrisa mientras dejaba su casaca en el respaldo de una silla.
—Señor César, ¿cómo está? —saludó Alma.
—Alma, qué sorpresa. Bien, gracias.
Yo lo observé unos segundos antes de hablar.