A la mañana siguiente, la casa estaba demasiado silenciosa. El tipo de silencio que no es paz, sino una pausa rara, como si algo estuviera esperando a explotar.
Yo salí de mi cuarto ajustando la correa de mi mochila y encontré a papá en la cocina. Estaba sentado a la mesa con una taza de café intacta frente a él. Tenía los codos apoyados y los dedos entrelazados, como si estuviera pensando demasiado.
—Papá… ¿ya estás despierto? —pregunté suave.
Levantó la mirada. Sus ojos estaban un poco rojos, como si no hubiera dormido bien.
—Sí, hija —respondió—. Me levanté temprano.
Asentí y guardé silencio unos segundos. Él normalmente ponía música o hacía ruido con las sartenes; ese silencio no era normal.
—¿Dormiste bien? —pregunté, tratando de sonar tranquila.
Papá hizo una mueca que no fue ni sonrisa ni gesto de dolor.
—Más o menos.
Volví a mirarlo, intentando leer su cara. No era un malhumor normal. Era… preocupación, o cansancio, o algo que no quería admitir.
—Papá, ayer estabas raro —dije al fin—. ¿Seguro que estás bien?
Él desvió la mirada hacia la ventana.
—Solo he estado con la cabeza llena —dijo—. Nada de qué preocuparse.
De nuevo esa frase. “Nada de qué preocuparse”. Justo la que los adultos usan cuando sí hay algo.
—Pero casi no respirabas el otro día —susurré, queriendo que me escuchara, pero sin sonar acusadora—. Y ayer te fuiste a dormir sin comer…
Papá apretó los labios, como si no quisiera continuar esa conversación. Finalmente suspiró.
—Mabel, no quiero que tú estés pendiente de mis problemas —dijo con voz baja pero firme—. Yo soy el adulto aquí.
—No se trata de estar pendiente —respondí—. Se trata de que estás actuando diferente y tú no eres así.
Papá se quedó en silencio. Su respiración era un poco más pesada de lo normal, pero no tanto como aquel día que me asustó.
—Hoy voy a ir al médico —dijo al fin, casi sin mirarme—. Solo por precaución. Pero… quiero que no te preocupes. ¿Sí?
Eso me tomó por sorpresa. No pensé que lo admitiría tan rápido.
—¿Vas solo? —pregunté.
—Sí. No quiero hacer un drama de esto. Solo… revisarme. Para quedarme tranquilo.
Asentí, aunque algo en mí todavía estaba inquieto.
—¿Y mamá lo sabe? —pregunté con cuidado.
Papá se tensó apenas, lo suficiente para que yo lo notara.
—Sí —mentira, lo sabía por cómo lo dijo—. Pero hablaremos más después. Ahora, ve tranquila a la escuela. Y… gracias por preocuparte por mí.
Se levantó despacio, como si cada movimiento le pesara más de lo normal. Antes de salir del comedor, se detuvo un segundo y se apoyó ligeramente en el respaldo de la silla. Algo pequeño, sutil, pero yo lo vi.
—Papá… —empecé.
Él levantó la mano, como diciendo “estoy bien”.
—No te preocupes. Hoy mismo lo reviso. Te lo prometo.
Y salió de la cocina, dejándome ahí, con la taza de café que nunca llegó a tomar y con una sensación rara en la garganta: un miedo pequeño, silencioso, que no sabía dónde poner.
El aire de la mañana estaba fresco, pero aun así sentía el pecho apretado mientras caminaba por el pasillo. La mochila me pesaba más que de costumbre… o quizá no era la mochila.
Apenas doblé la esquina hacia los casilleros, vi a Elena recargada en el suyo, mirando su celular. Alzó la vista apenas me vio y enseguida frunció el ceño.
—Amiga… —dijo—. Tu cara. ¿Qué pasó?
Yo ni siquiera había dicho “hola”, pero con Elena nunca hacía falta.
—Necesito contarte algo —respondí, acomodando mis libros contra el pecho.
Ella guardó el celular de inmediato, como si hubiera sentido que no estaba para bromas.
—Ya, suéltalo.
Respiré hondo y apoyé la espalda en los casilleros, tratando de ordenar las palabras.
—Mi papá… está raro desde hace días —empecé.
Elena ladeó la cabeza, atenta.
—¿Raro cómo?
—Ayer llegó a casa extraño. Preguntó por mi mamá como si no supiera que no estaba… y se fue a dormir sin comer —dije, bajando un poco la voz—. Y hace días lo vi que no podía respirar bien.
Los ojos de Elena se abrieron un poquito, sorprendidos.
—¿Qué? Mabel, eso es serio.
—Lo sé —respondí rápido—. Ayer lo hablé con mi mamá y tampoco sabe qué le pasa. Hoy en la mañana él dijo que va al médico… pero igual estoy preocupada.
Elena se acomodó frente a mí, cruzando los brazos.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó directamente.
Esa pregunta siempre me desarmaba un poco.
—No sé —admití—. Estoy tratando de no pensar demasiado, pero igual… me da miedo que sea algo grave.
Elena negó con la cabeza y puso una mano en mi hombro.
—Oye, estás haciendo todo bien. Ya le dijiste a tu mamá, él va a revisarse… Estás llevando las cosas con calma. Yo estaría mil veces más nerviosa.
Solté una risa chiquita.
—Créeme, nerviosa sí estoy. Solo… no quiero llegar a la clase y estar pensando en eso todo el día.
—Pues si te sientes mal en algún momento, me dices —respondió Elena—. No te quedes callada, ¿sí?
Asentí. Esa era la forma de Elena: práctica, directa, sin adornos, pero con un fondo sincero que siempre me hacía sentir menos sola.
—Gracias —dije—. De verdad.
Ella sonrió.
—Para eso estamos, ¿no?
El timbre sonó en ese momento, y ambas levantamos la mirada.
—Vamos —dijo Elena, ajustándose la mochila—. Si necesitas distraerte, yo me encargo. Y si necesitas que te escuché, también.
Yo respiré un poco mejor, aunque la preocupación seguía ahí, en un lugar silencioso de mi pecho.
—Vamos —respondí, empezando a caminar a su lado.
No sé cómo logré llegar al salón sin quedarme parada en el pasillo pensando en mi papá. Entro y todo parece normal: el profesor escribiendo derivadas, mis compañeros hablando bajito, Elena haciéndome señas para que me siente rápido.
Todo normal… menos yo.
Me siento y abro el cuaderno, pero mi mano no quiere moverse.
Respira, Mabel, solo respira.
Intento enfocarme en la pizarra, pero cada vez que cierro y abro los ojos veo la imagen de mi papá aquella noche, luchando por respirar. Y luego esta mañana… con esa forma tan rara de responderme. Como si quisiera ocultar algo.