Cuando escuché la puerta abrirse, sentí un pequeño alivio. Mamá siempre tenía una energía que hacía que la casa sonara más viva… pero hoy no. Hoy, incluso con ella aquí, el ambiente seguía espeso.
—Mamá… —me acerqué antes de que pudiera siquiera dejar el bolso—. ¿Por qué no acompañaste a papá al médico?
Ella frunció el ceño, como si hubiera oído mal.
—¿Qué? ¿Cuándo fue al médico?
El estómago se me hizo un nudo.
No tenía que decir nada más para entender que algo andaba mal.
—Hoy en la mañana —respondí—. Él me dijo que había ido… solo.
Su mirada se endureció. No enojada conmigo, sino con la situación. Era esa mirada que solo sacaba cuando se preocupaba de verdad.
—Mabel, tu papá no me dijo nada de eso.
Y ahí lo supe: él sí estaba ocultando algo. O al menos, no estaba siendo sincero del todo.
La seguí mientras caminaba a la sala. No dije nada, pero me quedé detrás, observando cómo miraba a papá.
Él estaba sentado, como si nada pasara. Pero yo veía la tensión en sus hombros, en cómo evitaba levantar la cabeza.
—¿Puedes explicarme por qué no me dijiste que fuiste al médico? —preguntó mamá, directa.
Me quedé quieta, sintiendo como si yo no perteneciera ahí y, al mismo tiempo, no pudiera irme.
Papá se pasó una mano por la cara, cansado.
—No quería preocuparlas —dijo.
Sentí un golpe en el pecho.
No preocuparnos… ¿pero esconder algo así no era peor?
Mamá cruzó los brazos, ese gesto que siempre significaba que no iba a dejar pasar el tema.
—Ese no es el punto —dijo ella—. Si fuiste al médico, tenías que decírmelo. No puedes esconder estas cosas.
Mi papá bajó la mirada. Solo ese gesto hizo que se me apretara la garganta.
Era como ver a alguien fuerte hacerse más pequeño.
—Fue solo por la presión —respondió él—. Nada grave.
Yo lo miraba y quería creerle. Quería hacerlo tanto que hasta me dolía.
Pero no podía ignorar cómo había estado estos días: la respiración, el cansancio, ese silencio extraño que llenaba la casa como si alguien hubiera apagado algo por dentro.
Mamá respiró hondo, como si contara hasta diez.
—Luego hablamos —dijo finalmente. Su voz ya no sonaba molesta, sino cansada.
Ella pasó a mi lado y me rozó el brazo suave, como diciendo “está bien”, aunque ninguna de las dos estaba realmente bien.
Papá se quedó en el sillón mirando a la nada, y yo… yo sentí esa sensación horrible que se queda en la espalda cuando sabes que algo no terminó. Que solo está comenzando.
Me fui a mi cuarto, cerré la puerta despacio y me quedé ahí, con las manos apretadas, pensando en que los adultos siempre dicen que no quieren preocuparnos… pero la preocupación llega igual, aunque te lo oculten.
La casa estaba demasiado quieta. Después de cenar, me encerré en mi cuarto con la excusa de “hacer tarea”, pero en realidad solo necesitaba quedarme sola para ordenar lo que había pasado.
Aun así, no lograba concentrarme. El lápiz giraba entre mis dedos mientras mi cabeza repetía una sola pregunta:
¿Por qué papá ocultaría algo así?
Eran casi las diez cuando escuché pasos. Pasos lentos, como si alguien intentara no hacer ruido.
Me acerqué a la puerta y la entreabrí apenas, lo suficiente para que una línea de luz del pasillo entrara a mi cuarto.
La voz de mi mamá se escuchó primero, en un tono bajito pero firme:
—No puedes seguir ocultando cosas, ¿entiendes?
Mi corazón dio un pequeño salto. Se estaban hablando en el comedor, pero no habían encendido todas las luces. Eso ya decía mucho.
Papá respondió después de unos segundos, con esa voz cansada que había tenido todo el día:
—No quise que se preocuparan…
—Pero esa no es la manera —la voz de mamá sonó más suave, pero no menos seria—. ¿Por qué te fuiste solo? No me dijiste nada. ¿Qué cosa no quieres que me entere?
Me apoyé en la pared, sintiendo ese vacío raro en el estómago.
Escuchar que mamá también lo decía me confirmó algo: ella también tenía miedo.
Hubo un silencio que duró demasiado.
Luego papá habló, más bajo:
—Nada. No pasa nada, ya se los dije. Yo estoy bien. Ese día me sentía cansado, nada más; por eso se me bajó la presión.
Mamá lo miró como si estuviera buscando una mentira.
Tardó en responder.
—Está bien, te voy a creer —dijo—. Pero la próxima que pase, los dos vamos juntos. ¿Me oyes?
Papá soltó un suspiro largo.
—Sí, está bien… pero ya no quiero que se preocupen, ¿está bien?
Mamá solo soltó un suspiro.
—Sí, está bien —contestó.
Me quedé quieta, respirando despacio, como si mis movimientos pudieran romper algo frágil.
Cerré la puerta con todo el cuidado del mundo y me apoyé en ella.
Mi cuarto estaba oscuro, pero no necesité la luz para saber cómo me sentía.
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas, intentando convencerme de que mañana todo estaría mejor.
Bajé las escaleras todavía medio adormecida, con el olor del pan tostado llenando la casa. Pensé que quizá esa mañana todo se sentiría más normal… pero en cuanto vi a papá sentado en la mesa, ya vestido y con su taza de café entre las manos, supe que algo seguía distinto.
Intenté sonreír.
—¿Cómo estás hoy? —le pregunté mientras me servía un jugo.
Papá levantó la mirada y me devolvió una sonrisa suave, de esas que parecen cansadas aunque quieran verse normales.
—Bien, hija. Mucho mejor —dijo.
Pero había algo en sus ojos… como si estuviera pensando en otra cosa.
Me senté frente a él, moviendo la cuchara en el tazón sin mucho ánimo. Y de repente, él dejó la taza a un lado y me miró directo, con ese gesto serio que casi nunca usa.
—Mabel —dijo—. Quiero que me prometas algo.
Lo miré, un poco confundida.
—¿Qué cosa?
Su expresión se ablandó, pero también se volvió más profunda, como si lo que iba a decir fuera realmente importante.