Belleza Peligrosa

CAPITULO 22

El pasillo estaba inusualmente silencioso, y ese pequeño descanso del ruido me dio justo lo que necesitaba para respirar. Todavía tenía el estómago apretado por todo lo que había pasado en la mañana… por las palabras de mi papá, por la tensión en la casa. Pero Cálculo no espera a nadie. Si me descuido ahí, me hundo.

Al llegar al aula, vi al profesor Dante inclinado sobre unos papeles. Tenía ese gesto de concentración que siempre parecía tranquilo, nunca tenso. Eso me dio algo de valor.

Solo pregúntale, Mabel. No es tan difícil. No va a enojarse.

—Profesor Dante… —mi voz salió más suave de lo que quería.

Él levantó la mirada de inmediato, como si hubiera estado esperando a que alguien le hablara.

—Mabel, ¿sí? ¿Ocurre algo?

Sentí cómo mis dedos se apretaban alrededor del cuaderno. Ojalá no notara lo nerviosa que estaba.

—Disculpe… quería saber si tenía un momento —dije, intentando sonar natural—. No entendí bien la última parte de la clase… lo de los límites laterales. Intenté repasarlo, pero… creo que me perdí.

Estaba lista para que dijera “ahora no”, o “pregunta después”… algo así. Pero solo asintió, tranquilo, como si fuera completamente normal.

—Claro, no hay problema. Para eso estoy —respondió con un tono seguro—. ¿Quieres que revisemos el ejercicio que viste difícil?

Un poco de alivio bajó por mis hombros.

—Sí, por favor.

Me señaló una mesa y me senté, abriendo el cuaderno lo más rápido que pude para no quedar ahí como una estatua.

Cuando él se inclinó para ver la hoja, por un segundo me preocupé de que estuviera demasiado cerca, pero no. Mantenía una distancia que me hizo sentir cómoda, como si ya supiera que yo estaba un poco tensa.

—Aquí estabas bien —dijo señalando el primer paso—. El problema viene cuando haces el reemplazo directo…

Lo escuché explicar, despacio, sin apuro. Me llamó la atención que no decía las cosas como si yo debiera saberlas ya, sino como si realmente quisiera ayudarme a entenderlas.

—Ah… —murmuré cuando finalmente lo capté—. Pensé que ambos límites salían iguales.

—Es un error común —dijo con una pequeña sonrisa sincera—. Lo importante es que preguntes. Eso habla bien de ti como estudiante.

Bajé la mirada de inmediato; no estaba acostumbrada a que un profesor me dijera algo así.

Y mucho menos hoy, que sentía la cabeza como si fuera un cuarto lleno de cajas desordenadas.

—Gracias, profesor —logré decir—. De verdad.

Él asintió.

—Cuando necesites repasar algo, puedes decírmelo. Mientras tengas disposición para aprender, yo te apoyo.

Por alguna razón, esa frase me tocó más de lo que debía. Tal vez porque hoy sentía que todo se me escapaba de las manos. O tal vez porque necesitaba escuchar que alguien creía que yo podía con algo.

Cerré el cuaderno.

—Creo que ya lo entendí —dije, respirando un poco más ligera.

—Me alegra —respondió—. Y si mañana tienes dudas nuevas, revisamos otra vez.

Tomé el cuaderno y me levanté.

—Gracias por su tiempo.

—Con gusto, Mabel. Nos vemos en clase.

Salí del aula y, justo al cruzar la puerta, sentí que mis hombros bajaban un poco.
Era la primera cosa del día que salía bien.
La primera que no se sentía frágil ni preocupante.

Mientras caminaba por el pasillo, pensé:
Ojalá pudiera sentirme así respecto a todo lo demás.

Apenas había dado unos pasos, todavía con la sensación de alivio que me dejó la explicación del profesor Dante, cuando escuché ese sonido que siempre me ponía tensa: unos pasos apresurados y el golpecito exagerado de una mochila cargada de adornos.

No tuve ni que voltear para saber quién venía.

—Vaya, vaya… —dijo Juliana con ese tono que ya conocía demasiado bien—. ¿Así que ahora eres la favorita del profesor?

Me detuve. Cerré el cuaderno contra mi pecho y respiré hondo antes de girar.

Juliana estaba ahí, con los brazos cruzados y una sonrisa que no era sonrisa, sino provocación. Detrás de ella, dos de sus amigas miraban con curiosidad.

—A ti no tengo por qué darte una explicación —respondí, manteniendo la voz neutral.

—Ay, sí, claro —dijo Juliana, exagerando el gesto—. “No entendí los límites, profesor, ayúdeme profesor…”

Movió las manos en burla.

Sentí cómo un calor incómodo me subía por el rostro. Estaba cansada, preocupada… hoy era lo último que necesitaba.

—Tú también podrías preguntar, pero lo dudo ya que nunca usas tu cerebro para algo bueno —contesté.

Juliana sonrió más, como si hubiera estado esperando esa respuesta.

—Ay por favor, Mabel, conmigo no tienes que fingir. Tú y yo sabemos qué clase de mujer eres.

Mis manos se apretaron sin querer alrededor del cuaderno.

—¿Y qué clase de mujer soy, según tú? —dije con voz firme.

Por un segundo, la sonrisa de Juliana creció.

—Bueno —dijo—, una arribista, una interesada. ¿Por qué no quieres que crea que aceptas salir con Mario porque te gusta? Necesitas usar a los demás para tus propósitos, porque si no, nunca podrías dejar de ser una muerta de hambre y sin clase.

Sus amigas soltaron una risita suave, más nerviosa que cruel. Respiré hondo. No iba a caer en provocaciones. No hoy.

—Yo no necesito a nadie para lograr lo que me propongo —respondí con calma—. Yo puedo llegar muy lejos por mí misma, y créeme, Juliana: te vas a lamentar algún día haberme humillado.

Pasé a su lado sin mirarla, sintiendo cómo su mirada me seguía, molesta porque no obtuvo la reacción que quería.

Pero, aun así, al doblar la esquina, mis manos todavía temblaban un poco. No por Juliana. Sino porque su actitud me recordó que, incluso cuando intentaba que todo estuviera en orden, algo siempre encontraba la forma de complicarse.

Así pasé el resto del día evitando a Juliana porque sinceramente no tenía cabeza para nada.

Estaba dirigiéndome a mi siguiente clase y vi a Elena acercándose hacia mí con una cara que ya me indicaba que algo traía entre manos. Respiro hondo. No estoy de humor para dramas.




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