—Yo solo le pedí que me ayudara con una tarea… —mi voz se quebró, y algunas lágrimas escaparon antes de que pudiera detenerlas—. ¿Tan malo es eso?
Mario abrió los ojos, sorprendido, como si recién entendiera el peso de lo que había dicho.
—Perdón —susurró, torpe, limpiando mis lágrimas con la yema de los dedos—. Yo no debí hablarte así. No sé qué me pasó… no quise herirte.
Lo miré directo a los ojos, dejando que viera exactamente lo que yo quería que sintiera: culpa.
—No te preocupes —dije con un suspiro tembloroso—. Ya estoy acostumbrada a que todo el mundo hable mal de mí. Y lo peor es que lo creen… sin siquiera conocerme.
—Mabel, yo… —intentó justificar.
Lo interrumpí con un gesto suave, pero firme, colocando mi mano en su pecho y apartándolo.
—No, Mario. Está bien. No confías en mí, lo entiendo. Después de todo… ¿quién sería amiga de alguien que no pertenece a tu misma “posición”, verdad?
—Eso no es así —insistió, pero la culpa ya lo estaba consumiendo.
—Adiós, Mario. Nos vemos.
Me di la vuelta despacio, con la intención clara:
que pensara en mí todo el día. Que le doliera. Que lo deseara.
Cuando terminamos la conversación con Mario, mis manos todavía temblaban un poco. No por él, sino por lo que había logrado: hacerlo sentir culpable. No había nada más útil que un hombre tratando de enmendar sus errores.
Lo dejé atrás sin mirar hacia atrás y caminé directo a la dirección, donde Elena ya me esperaba con los brazos cruzados y la ceja levantada como si fuera mi madre y no mi amiga.
—Antes que empieces —solté antes de que abriera la boca—, te aclaro algo: me quedé con Mario porque no iba a permitir que me faltara el respeto. No tenía ningún derecho a juzgarme.
Elena respiró profundo, como si intentara contenerse.
—Está bien, te creo… pero sigo sin entender por qué te reclamaría algo. Tú nunca le diste motivos.
Me limité a encoger los hombros.
—No lo sé, Elena. A veces la gente arma historias solita.
Ella entrecerró los ojos, analizándome, como siempre.
—Pues yo no me trago eso. Mario jamás habla sin razón… así que explícame qué fue lo que realmente pasó.
Sabía que Elena era lista, demasiado lista. Pero no podía contarle la verdad. No ahora.
—Ya te dije que no lo sé. Él es un idiota y punto. Si quieres vamos a buscarlo para que él mismo te diga que no pasó nada.
—Está bien, Mabel… —respondió, pero su tono decía “no te creo ni un poquito”—. Solo recuerda algo: Mario no es un tipo de relaciones. Juega, usa y descarta. Te lo he dicho miles de veces.
—Por eso no estaría con él jamás —sonreí—. Yo sé lo que valgo. No soy una mujer de un rato. Además, yo ya tengo pareja y jamás sería infiel. Amo a Gabriel.
Elena se calmó un poco, pero su mirada seguía escarbando dentro de mí. Aun así, me dejó tranquila hasta llegar a la dirección.
La oficina de la directora parecía más un jardín que un lugar de trabajo. Flores por todos lados. Un aroma dulce, casi empalagoso. Ella, de espaldas, con un cabello perfectamente arreglado y unas piernas cruzadas como modelo. Cuando se dio la vuelta, tuve que admitir —a regañadientes— que era bella. Y segura de sí misma. Eso era lo que más irritaba.
Respiré hondo y hablé:
—Buenas tardes, directora. Vine porque se ha generado un chisme sobre el profesor Dante y yo. No quiero que haya malentendidos porque simplemente no son ciertos.
Ella entrelazó los dedos sobre el escritorio con una sonrisa que no me gustó.
—Sí, ya escuché esos rumores. Pero prefiero escucharlo directamente de usted, señorita Gil. Dígame… ¿qué pasó realmente?
Suspiré, cansada.
—He tenido días complicados, problemas… No estuve atenta a la clase. Solo le pedí al profesor que me explicara los ejercicios. Nada más.
La directora se puso de pie. Caminó hacia mí despacio, como si tratara de rodearme, medir mi espacio, mi postura… mi actitud.
—Sabía que el rumor era falso —dijo con tono suavemente condescendiente—, pero quería escucharlo de usted. No se preocupe, lo resolveré.
Asentí.
—Gracias. El profesor Dante es intachable. No quiero que se vea envuelto en problemas solo por ayudarme.
—Por supuesto —dijo—. Él es muy profesional. Además… —me miró de arriba abajo con evidente evaluación—, Dante jamás tendría algo con una chiquilla. No es su tipo.
Le sostuve la mirada, fija, sin pestañear.
—¿“Chiquilla”? ¿A qué se refiere exactamente?
—Dante es reservado —contestó sin inmutarse—. Él no pierde el tiempo coqueteando con alumnas. Tiene mejores cosas que hacer.
Apreté los dientes. Ella quería provocarme. Y no lo iba a lograr.
Sonreí.
—Claro, él es guapo, simpático, inteligente… cualquier chica estaría feliz de tenerlo. Pero estoy segura de que nunca saldría con cualquiera —la examiné igual que ella me examinó—. Tendría que ser alguien a su nivel.
Su sonrisa desapareció. La tensión en la habitación subió como humo caliente. Me observó como si fuera un peligro… lo cual, si me preguntaban, no era del todo falso.
—Exacto —respondió, cruzando los brazos—. No cualquier mujer está a su altura. Tendría que ser hermosa, con clase, de buena familia. Los padres de Dante no aceptarían a cualquiera para su hijo. Son muy selectivos.
Su hijo eso queria decir que los conocia pero queri comprobarlo. La enfrenté.
—Veo que los comprende muy bien. No me diga que los conoce…
Ella sonrió, triunfante, creyendo que tenía la ventaja.
—Se podría decir que sí. Somos muy buenos amigos. Pero dejando eso de lado, le recomiendo que no vuelva a quedarse a solas con el profesor. Para evitar rumores.
Solté una risa sarcástica. No actuada. Real.
—¿Y qué hago si no entendí algo? ¿Me quedo callada para no “molestar a la gente”? No pienso quedarme con dudas solo porque algunos necesiten inventar chismes para sentirse importantes.