La mañana llega sin permiso. Sin compasión. No sé en qué momento dejé de llorar y simplemente me quedé mirando la pared, con los ojos abiertos, sin dormir. Lo único que recuerdo es el peso del brazo de Gabriel sobre mis hombros mientras me llevaba a casa, y la forma en que mi mamá se aferraba a él porque yo ya no podía sostenerme sola. Ahora estoy aquí. Frente al féretro de mi papá. Y el mundo… no parece real.
El salón está lleno de sillas blancas, flores que huelen demasiado fuerte, murmullos sordos y suspiros que intentan no romperse. Mi papá está dentro de una caja que parece demasiado silenciosa, demasiado perfecta, demasiado fría para él. Yo estoy parada a un paso de distancia, con las manos entrelazadas tan fuerte que me duelen. No puedo moverme. No puedo respirar bien. No puedo aceptar nada de esto.
—Hija… ven a sentarte un ratito —me pide mi mamá con la voz ronca.
Yo la escucho, pero no reacciono. Ella está destrozada también, los ojos hinchados, el rostro pálido… pero aun así intenta sostenerme. Intentar ser fuerte por mí. Pero yo… no puedo ser fuerte por nadie. Ni siquiera por mí misma. Siento una mano en mi espalda. Gabriel.
—Mabel… —susurra cerca de mi oído—. Si te mareas, avísame. No te quedes tanto tiempo parada.
Asiento, aunque ni siquiera sé si escuché bien. Mi mente está atrapada en la imagen del rostro inmóvil dentro del ataúd. Mi papá, al que vi reír, cocinar, regañarme por llegar tarde… ahora está ahí. Sin vida. Sin voz. Sin calor. Mis rodillas tiemblan. Él no debía estar ahí. No así. No tan pronto. No sin decirme que estaba enfermo. No sin darme tiempo para decirle cuánto lo amaba. Un sollozo se me escapa antes de poder controlarlo.
—Papá… —susurro—. ¿Por qué…?
Siento que alguien me toma la mano. Alma. Sus ojos están rojos, pero su expresión es suave.
—Estamos contigo, Mabel —dice con un hilo de voz—. No estás sola.
Elena se acerca por el otro lado, limpiándose las mejillas.
—Yo ya hablé con la funeraria —me informa con una firmeza que casi suena a rabia—. No te preocupes por nada, Mabel. Nada. Yo cubro los gastos, ¿sí? Tú solo… tú solo quédate aquí con tu familia.
Mis labios tiemblan.
—Gracias… —digo apenas—. Gracias, Elena… Alma…
Mi madrina también llega, rodeándome con un brazo mientras seca mis lágrimas con los dedos temblorosos.
—Hijita… él te adoraba —dice—. Está en paz, ¿sí? Ya no sufre.
Pero esas palabras, aunque las entiendo, no me consuelan. Porque yo no estoy en paz. Yo sí sufro.
Yo sí estoy rota. Los rezos empiezan. Las voces se mezclan en un murmullo suave, casi lejano. Yo trato de seguir, pero mi garganta se cierra y no sale sonido alguno. Me siento atrapada dentro de mi propio cuerpo, como si estuviera observando todo desde fuera. Gabriel sigue a mi lado, sin separarse ni un segundo. Me mira como si tuviera miedo de que me desplome, como si supiera que estoy sosteniéndome por los hilos más delgados.
Cuando el rezo termina, él me toma otra vez del hombro.
—¿Quieres sentarte un momento? —pregunta con delicadeza.
Yo niego, limpiándome las lágrimas que no dejan de caer.
—Quiero… quiero quedarme con él —digo, mirándolo.
Gabriel baja la mirada, como si algo en mis palabras le doliera también.
—Entonces me quedo contigo —responde.
Me siento un poco temblorosa, así que él me guía despacio hasta el costado del féretro. Me tomo del borde de la mesa para no caer. Miro a mi papá otra vez… y se me rompe el alma por completo.
—No debiste irte así… —susurro—. No debiste cargar con todo tú solo… no debiste… esconderme algo así…
La sala desaparece. La gente desaparece. Solo somos mi papá y yo.
—Me prometiste que no ibas a dejarme sola… —susurro—. Y ahora… ¿qué hago, papá? ¿Qué se supone que haga con todo este dolor?
Mis lágrimas caen sobre mis manos. Trato de limpiar mi rostro, pero siguen cayendo, una tras otra, sin detenerse. Gabriel se coloca detrás de mí y apoya suavemente sus manos en mis brazos, como si intentara transferirme un poco de su fuerza. Yo me recuesto un poco hacia atrás, agotada, rota, temblando.
—Mabel… —susurra él—. Aquí estoy. No vayas a caer, ¿sí?
Cierro los ojos, buscando aire. Pero el aire no consuela. Nada lo hace. Mis dedos rozan el borde del ataúd, una y otra vez, como si esa madera pudiera transmitirme un último rastro de él. Siento que si dejo de tocarla… lo pierdo otra vez.
—Mabel… —la voz suave, dudosa, de Alma rompe el silencio a mi lado.
No aparto la mirada. No puedo.
—¿Qué? —respondo sin girar la cabeza, apenas con un hilo de voz.
—Debes comer algo… —susurra Alma, acomodándose a mi lado—. No has probado nada desde ayer… Te va a hacer daño.
Trago saliva. Mis labios arden de secos. Mi corazón late como si me quisiera romper el pecho.
—No quiero —murmuro, firme aunque suene quebrada—. No puedo comer ahora.
—Mabel, por favor… —insiste Alma, con los ojos llenos de preocupación—. Te estás poniendo pálida, estás temblando. No es bueno que sigas así.
—Dije que no —repito, apretando la madera del ataúd—. No tengo hambre.
Es mentira. No siento ni hambre, ni sed, ni nada. Solo siento un vacío enorme… un agujero que me está tragando desde adentro. Alma suspira, impotente. Y entonces escucho la voz que más me duele escuchar ahora, porque es la única que logra atravesar mi coraza:
—Mabel… —Gabriel se coloca a mi otro lado—. Por favor, come un poco. Solo un poco.
Cierro los ojos con fuerza. Ya no es solo tristeza. Es rabia. Es cansancio. Es ese dolor insoportable que me quita incluso el aire.
—Déjenme tranquila —susurro entre dientes—. No necesito comida. Lo único que quiero es… —mi voz se rompe, me trago algo parecido a un sollozo— …es que él despierte.
Mis palabras cuelgan en el aire como una condena. Alma se cubre la boca para no llorar. Gabriel baja la mirada. Me quedo ahí, temblando, sin soltar el ataúd. Siento que si lo suelto me caigo. Que si me alejo me muero con él. Gabriel vuelve a hablar, mucho más despacio, con ese tono que usa cuando intenta reconstruirme por dentro: