La luz entró por la ventana directo a mi rostro, tibia y molesta, anunciando lo inevitable: ya había amanecido. Me incorporé despacio, con el cabello enredado y la mente todavía atrapada en la noche anterior. Sin pensarlo, mi mano buscó instintivamente el otro lado de la cama. Vacío. Frío. Claro, Mabel… ¿cómo se te ocurre que iba a quedarse aquí?, me dije mientras me dejaba caer de nuevo sobre la almohada. Cerré los ojos y las imágenes regresaron: sus manos, su forma de mirarme, sus palabras prometiendo que sería suya. Y yo… yo también lo sentía. Lo amaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Estaba hundida en esos pensamientos cuando un golpe suave interrumpió todo.
—¿Mamá? —llamé.
Silencio. Me levanté, crucé la sala y volví a intentarlo.
—¿Mamá?
Nada. La casa estaba completamente sola. Volvieron a tocar. Me acerqué y abrí la puerta… y me quedé congelada.
—¿Mario? ¿Qué haces aquí? —pregunté, confundida—. ¿Cómo sabías dónde vivo?
Su sonrisa apareció de inmediato, esa que siempre parecía ensayada pero que igual lograba tranquilizar.
—Me preocupé por ti. Ayer no fuiste a clases… quise saber qué pasó.
Y entonces el recuerdo me golpeó como una ola helada: mi papá, su voz, su mirada. Sentí los ojos arder. Intenté hablar.
—Sí… lo que pasó fue… mi papá… —pero las palabras se rompieron antes de salir.
Mario no dijo nada; simplemente se acercó y me abrazó. Aunque sabía que él no sentía realmente lo que aparentaba, el calor de ese abrazo… lo necesitaba. Solo por un momento, me dejé sostener. Pero la puerta volvió a abrirse. Gabriel. Entró sin apartar la mirada de nosotros dos. Sus ojos, oscuros y tensos, se clavaron en Mario como si fuese una amenaza. Me aparté de inmediato.
—¿Quién eres tú? —preguntó Gabriel, sin rodeos—. ¿Y por qué estás dentro de la casa?
Mario abrió la boca para responder, pero yo intervine antes.
—Mario solo vino para saber por qué no fui a clases ayer. Eso es todo.
Gabriel no desvió la mirada de él.
—Así que tú eres Mario… su compañero de clases, ¿verdad?
—Sí, así es —respondió Mario, extendiendo la mano para saludar. Gabriel ni siquiera se movió.
Luego me miró a mí.
—¿Por qué estabas llorando? ¿Te hizo algo?
—No —respondí rápido—. Es… es por lo de ayer. Aún no lo supero.
Gabriel asintió sin quitar tensión al ambiente.
—Gracias por preocuparte —le dije a Mario—. De verdad estoy bien.
—¿Segura que no quieres que me quede?
—No será necesario —interrumpió Gabriel con frialdad.
Mario me miró, buscándome. Yo solo asentí. Finalmente, se despidió y se marchó. En cuanto la puerta se cerró, Gabriel se acercó y me envolvió entre sus brazos. Esta vez no dudé; lo abracé fuerte. Él apoyó la frente sobre la mía, respirando hondo, como si hubiese estado conteniéndose demasiado.
—Gabriel… —susurré.
Él me sostuvo por la cintura, firme, protector, intenso como siempre.
—¿Qué haces? —pregunté, sintiendo cómo mi voz temblaba.
—Nada —respondió con una sonrisa suave, como si supiera exactamente lo que estaba provocando.
—Claro… “nada” —murmuré, rodando los ojos.
Me acercó un poco más, sin apurarme.
—No me gusta verte así —confesó.
—Lo sé.
Él bajó la mirada a mis labios con esa mezcla de ternura y posesividad que me dejaba sin aire.
—¿Entonces… no quieres darme un beso? —preguntó, levantando una ceja.
Negué con la cabeza, sonriendo apenas.
—A ti siempre quiero darte un beso —admití.
Gabriel me sostuvo la mejilla con ambas manos, como si fuera algo frágil, y dejó un beso lento, profundo, lleno de todo lo que no estábamos diciendo con palabras. El sonido de las bolsas chocando entre sí anunció el regreso de mi mamá antes de que siquiera la viera. Entró a la cocina con dos bolsas llenas, respirando un poco agitada por el peso y la caminata. Gabriel y yo nos separamos lo suficiente para no vernos tan… evidentes, aunque él siguió demasiado cerca, casi pegado a mi espalda.
—Mamá —me acerqué rápido para ayudarla—. ¿Cómo estás?
Ella se quedó quieta por un segundo. Bajó la mirada, respiró hondo y levantó la cabeza con una media sonrisa que intentaba ser fuerte… pero yo conocía esa mirada. La conocía desde que tengo memoria.
—Bien, hija —respondió—. Aquí, ya sabes… haciendo compras, arreglando cosas. Toca seguir con nuestras vidas.
Sentí un nudo en el pecho. Aunque intenté disimularlo, mis dedos se apretaron un poco sobre la bolsa que sujetaba. Su voz se quebró apenas, casi imperceptible, pero suficiente para que mi corazón doliera.
—Después de lo de tu papá… —continuó, tragando saliva— tenemos que seguir adelante, Mabel. No podemos quedarnos detenidas.
Mi pecho se apretó con una oleada de dolor tan real que tuve que respirar profundo.
—Lo sé, mamá —murmuré, acercándome un poco más a ella.
Ella me acarició la mejilla con su mano tibia, con ese gesto que siempre usaba cuando necesitaba recordarme que todavía estaba aquí, que seguíamos siendo solo nosotras dos contra el mundo. Aunque ahora… ya no estábamos solas. Gabriel estaba detrás de mí, observando en silencio.
—No quiero que me veas débil —dijo mi mamá con una sonrisa triste—. Ya sufrimos bastante. Y tú eres fuerte. Más fuerte de lo que crees.
Sentí un temblor en la mano.
—Mamá… yo también te extraño —admití con un hilo de voz.
Ella se acercó y me abrazó fuerte, y yo me aferré a ella como si el abrazo fuera lo único que me mantenía de pie. Pude sentir cómo temblaba un poco, aunque intentaba fingir lo contrario. Mientras la abrazaba, pude sentir la mirada de Gabriel clavada en nosotras, protectora, intensa, como si quisiera asegurarse de que yo no me derrumbara… y a la vez cuidando que nadie más interfiriera en un dolor que solo pertenecía a mi familia.
Mi mamá se separó lentamente y respiró hondo.
—Vamos a estar bien, ¿sí? Aunque nos duela… tenemos que seguir.