Bésame, Según lo Acordado #1

Prólogo

No todo lo que brilla es oro, y en el caso de Avelyn Amile Sinclair Devereux, ese brillo venía con diamantes, mansiones y un apellido que nunca le perteneció del todo.

Negra, de piel morena, cabello rizado y largo que caía como una cascada sobre su espalda, y unos grandes ojos oscuros que parecían absorber cada detalle del mundo, Avelyn siempre supo que era adoptada. Amélie Devereux Sinclair, su madre, jamás ocultó la verdad. Le contaba, con la dulzura que solo ella tenía, cómo al verla en la cuna de un hospital, siendo apenas una recién nacida, supo que ese pequeño ser debía ser suyo.

Amélie era francesa, con una elegancia natural y un acento suave que hacía que incluso una reprimenda sonara como una canción. Amó a Avelyn con devoción, protegiéndola como si fuera su propia sangre. Edward Sinclair Hawthorne, su esposo, también había mostrado afecto en los primeros años: un magnate serio, calculador y dueño de una fortuna capaz de comprar casi cualquier cosa. Su manera de demostrar cariño no era con abrazos, sino complaciendo caprichos, y Avelyn había aprendido a aceptar ese lenguaje silencioso como un gesto de amor.

La mansión Sinclair, ubicada en Vionne-sur-Mer, una elegante ciudad costera de Francia, era un lugar donde la brisa marina se colaba por los ventanales y el eco de pasos resonaba en pasillos interminables. El personal la conocía bien: Claire, la ama de llaves, que siempre le dejaba caramelos de miel en el escritorio; Henri, el jardinero, que le enseñaba a cortar rosas sin dañar los tallos; y Marianne, la cocinera, que preparaba su pastel de limón favorito cada domingo.

Pero todo cambió un martes de primavera. Mamá llevaba años luchando contra un cáncer, aunque su estado era estable. No había señales de empeoramiento. Hasta que, sin previo aviso, una llamada en mitad de la noche quebró la calma de la casa.

El timbre del teléfono sonó con insistencia. Claire fue la primera en contestar y, al subir a la habitación de Avelyn, su rostro estaba pálido y sus manos temblaban.
—Avelyn... —susurró con un nudo en la garganta—. Tu mamá...

La niña, que apenas tenía diez años, sintió un frío inexplicable recorrerle el cuerpo. Se levantó de la cama y corrió por el pasillo, ignorando las órdenes de Claire para que se detuviera. Bajó las escaleras a toda prisa, sus pies descalzos golpeando el mármol helado. En la sala, Edward estaba al teléfono con el ceño fruncido, la voz baja y firme.

Cuando la vio, no se acercó. No la tomó en brazos. Solo dijo con una frialdad que ella no entendió en ese momento:

—Ve a tu habitación.

Avelyn no obedeció. Permaneció quieta, con la respiración agitada, y fue entonces cuando vio cómo su padre apartaba la mirada.

El funeral se celebró tres días después, en una pequeña iglesia de piedra frente al mar, donde el viento golpeaba con fuerza las vidrieras y el aroma a sal se mezclaba con el incienso.

Avelyn estaba sentada en la primera fila, con un vestido negro que le quedaba grande y unas medias que le picaban las piernas. No entendía por qué todos sus familiares adoptivos hablaban en susurros, ni por qué algunas mujeres que apenas había visto antes se acercaban a acariciarle el cabello y a decirle "tu madre te amaba tanto".

Sus manos pequeñas estaban aferradas a la rosa blanca que Claire le había dado para despedirse.

—Cuando llegue el momento, la dejas sobre su ataúd —le había dicho la ama de llaves con voz temblorosa.

Edward, a su lado, estaba erguido, con el rostro impenetrable. Vestía un traje negro perfectamente planchado, como si estuviera en una reunión de negocios. No derramó una lágrima. Sus ojos claros se mantenían fijos en el sacerdote, como si escuchar las palabras de despedida fuera un trámite más.

Cuando llegó el momento de la última despedida, Avelyn caminó hasta el ataúd con pasos inseguros. La madera oscura brillaba bajo la luz que entraba por la ventana. Por un instante, imaginó que su madre abriría la tapa, le sonreiría y le diría que todo había sido una broma cruel. Pero no ocurrió.

Dejó caer la rosa y susurró algo que solo ella escuchó:

—No me olvides, mamá...

Después de ese día, la mansión perdió algo más que a su dueña. Las risas se apagaron. Los pasillos, antes llenos de aromas dulces y música de piano, se volvieron fríos y silenciosos. Claire evitaba cruzar miradas con Edward, Marianne cocinaba en silencio y Henri ya no cantaba mientras trabajaba en el jardín.

Edward también cambió. Durante las primeras semanas, apenas pasaba tiempo en casa. Salía temprano y volvía de noche. No preguntaba por las tareas de Avelyn, no asistía a sus presentaciones escolares, y las pocas veces que hablaban era para recordarle las normas de la casa.

La niña empezó a pasar más tiempo en su habitación, dibujando o mirando por la ventana hacia el mar.

Un mes después del funeral, Edward la llamó a su despacho. El lugar olía a cuero y whisky.

—Avelyn —dijo, con tono neutral—. Hay cosas que van a cambiar en esta casa.

Ella no entendió del todo lo que eso significaba hasta varios días después, cuando escuchó, por casualidad, a Claire hablando con Marianne en la cocina.
—Viene otra mujer... —susurró Claire—. Y no viene sola.

El día amaneció gris, como si el cielo supiera que algo estaba por cambiar. Avelyn estaba en el comedor, empujando con desgano un trozo de croissant en su plato, cuando escuchó el rugido de un motor acercándose por el camino de entrada.

Desde la ventana, vio cómo un coche negro y reluciente se detenía frente a la puerta principal. El chofer bajó primero, un hombre alto con guantes de cuero, y abrió la puerta trasera.

De allí descendió una mujer que parecía salida de una revista de moda.

Vivienne Carlisle Sinclair tenía el cabello rubio platino perfectamente recogido en un moño bajo, y unos labios pintados de un rojo intenso que contrastaban con su piel pálida. Vestía un abrigo de lana beige ceñido a la cintura y gafas oscuras que retiró lentamente, como si supiera que todos estaban observándola. Caminaba con pasos firmes, el taconeo resonando en el porche de mármol, y sonreía con una cortesía que no llegaba a los ojos.




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