El amanecer se filtraba tímido por las cortinas del despacho, dibujando una línea dorada sobre la alfombra persa. Edward llevaba más de media hora revisando informes financieros, pero su mente no estaba realmente en ellos. Desde hacía días, había una sensación extraña en casa. No sabría ponerle un nombre exacto… algo como si la niña —Avelyn— estuviera más presente de lo habitual, como si su energía se hubiese vuelto más nítida.
Se frotó el puente de la nariz, retirándose las gafas de lectura. Desde la muerte de Amélie, su esposa, había construido una rutina de trabajo que le mantenía lejos de todo lo doméstico. No era que no quisiera estar allí; simplemente, le resultaba más sencillo enfrentarse a balances y contratos que a los silencios de esa casa. Y Avelyn… bueno, Avelyn se había convertido en una presencia lejana, silenciosa.
Aquel distanciamiento era algo que había aprendido a aceptar como inevitable. O al menos, eso había creído.
Un golpecito suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
—Papá… ¿puedo pasar?
Le sorprendió lo claro que sonaba su voz. No era el tono de una niña que pide por costumbre, sino el de alguien que elige romper un silencio. Asintió, dejándola entrar.
Ella se sentó frente a su escritorio con una compostura que no se esperaba en alguien de once años. Edward notó que había algo distinto en su mirada: no esa timidez esquiva que a veces mostraba, sino un brillo decidido, casi calculador.
—Quería contarte algo que escuché el otro día —empezó, y Edward dejó la pluma sobre la mesa.
Le habló de una moneda digital, el “Bitcoin”. Al principio, casi sonrió con indulgencia: una idea salida, sin duda, de algún rumor infantil. Pero su explicación tenía algo… no era la típica exageración de una niña. Hablaba con un hilo de curiosidad genuina y argumentos sencillos, lo justo para que él pudiera seguir la idea sin sentir que lo estaban vendiendo.
Mientras ella exponía lo que había escuchado —que era barato, que podría valer más con los años, que no costaba nada probar—, Edward se encontró girando la pluma entre los dedos, evaluando riesgos como si se tratara de una inversión real.
Algo dentro de él quería decirle que no, por costumbre. Pero otra parte, más silenciosa, más olvidada, se preguntó si no sería buena idea apoyar esta ocurrencia solo para ver hacia dónde iba. Una lección financiera para ella, un experimento sin gran coste para él.
—De acuerdo —dijo al fin—. Haré una pequeña inversión para ti. Solo para ver qué pasa.
Vio cómo los labios de Avelyn se curvaron apenas; no hubo un salto infantil de alegría, sino un agradecimiento medido. Curioso.
Durante los días siguientes, Edward se sorprendió a sí mismo buscando excusas para verla. Fue algo gradual: un desayuno compartido que antes no habría considerado, una visita a su habitación para hablar de los libros que todavía conservaba, un té en el jardín un sábado por la tarde.
Ese último momento quedó grabado.
La encontró sentada en el banco de hierro, dibujando. El aire olía a tierra húmeda y a rosas abiertas. Caminó hacia ella con dos tazas de té. No recordaba la última vez que había hecho algo así.
—Pensé que podríamos tomarnos un té —dijo, sentándose a su lado.
No buscaba conversación ligera. Había algo que le pesaba desde hacía años: la certeza de que había fallado en estar presente para ella tras la muerte de Amélie. Lo dijo sin rodeos, con palabras que no había ensayado pero que llevaba dentro.
—Te fallé cuando más me necesitabas —confesó, y luego intentó explicarle el porqué, aunque en el fondo supo que sonaba a excusa. Le habló de cómo sintió que ella prefería aferrarse a la memoria de su madre antes que a él, y de cómo eso lo llevó a encerrarse en el trabajo.
No esperaba que sus palabras provocaran lo que vio después. Avelyn, normalmente tan medida, rompió a llorar. No con un llanto leve, sino con esa intensidad que incomoda al que mira porque expone heridas antiguas.
Ella habló… y Edward sintió que cada frase era un golpe que no podía esquivar. Le dijo que había estado sola, que lo había esperado y que él no llegó, que se sintió olvidada. Lo dijo como si relatara algo ya vivido, no como una queja reciente, y eso lo desconcertó.
Se acercó, sin pensar, y la abrazó. Hacía años que no lo hacía. Sintió su fragilidad y, al mismo tiempo, un peso de responsabilidad que creía dormido.
—No volveré a fallarte —susurró, más como promesa a sí mismo que a ella.
Cuando se separaron, la taza de té de Avelyn estaba fría. Y aunque no entendía del todo qué había despertado en ella ese torrente, sí supo algo con certeza: no podía permitirse volver a ser un hombre ausente.
Las últimas semanas habían sido extrañas para Edward Sinclair. No porque la rutina de la casa hubiera cambiado de forma dramática, sino por algo mucho más sutil: la presencia de Avelyn.
La niña ya no era esa figura silenciosa que se movía por los pasillos como una sombra. Ahora buscaba su mirada de vez en cuando, respondía con frases que no sonaban mecánicas, aceptaba su compañía para desayunar. Incluso el té en el jardín había dejado una huella profunda: desde aquella conversación, Edward había sentido que había recuperado algo que daba por perdido.
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Editado: 12.08.2025