Las hostilidades en la casa no desaparecieron de la noche a la mañana, pero sí se volvieron más comedidas. Vivienne y Scarlett dejaron de atacarla con la frecuencia y la ligereza de antes; ya no era la presa fácil que podían humillar en público y explicar después con una sonrisa. Habían aprendido —o al menos comenzado a intuir— que Edward no toleraría cierto tipo de escenas. Y que Avelyn ya no se derretía ante cada empujón.
Aquella mañana en que la tregua pareció consolidarse un poco más, la casa respiraba de otra manera: pasos menos rápidos, miradas más medidas. Avelyn lo notó en los gestos: Vivienne sonreía con menos frialdad en los desayunos y Scarlett ya no se vanagloriaba abiertamente de “ganar” pequeños objetos que en el pasado le quitaba sin más. Los ataques subsistían, pero estratégicos, medidos; a veces venían envueltos en cortesías que mordían por dentro, otras veces en silencios que buscaban forzar su retirada. Pero la diferencia era clara: la presencia de Edward había cambiado la ecuación.
Ella lo observó durante una hora desde la escalera: su padre entrando en la cocina con la chaqueta abierta, conversando con Claire, deteniéndose a rozar sin querer el lomo de un libro en la repisa, su mano apagando la radio de la sala cuando pasaba. No era un despliegue de afecto exagerado; eran cortesías sencillas pero constantes. Avelyn pensó en la escena como quien anota el clima de una batalla: si el enemigo cambia de estrategia, hay que cambiar las propias líneas.
Y cambió su plan.
En la línea de tiempo que ella recordaba —la primera vida— el plan fue siempre huir: reunir lo suficiente, desaparecer, recomenzar en otra ciudad con un nombre limpio y un bolso pesado de monedas. Ese plan le había salvado la piel en la imaginación de la niña que fue. Pero los días junto a Edward, y la certeza de que él la veía ahora de otra forma, hicieron germinar una idea más peligrosa y precisa: si podía contar con su apoyo —aunque fuera implícito— ¿por qué marcharse? ¿Por qué dejar que Vivienne y Scarlett siguieran respirando con impunidad?
La venganza, pensó, es mejor servida desde el centro del tablero.
No era venganza ciega ni impulsiva. Avelyn lo entendía con una claridad fría que le daba vértigo: no debía precipitarse. No otra vez. Había aprendido por demasiado dolor que la prisa es enemiga del plan. Había que esperar, observar, tomar notas, registrar los hilos que movían a cada pieza. Y lo primero era elegir el blanco correcto.
En ese catálogo de nombres, uno emergía con la nitidez de una promesa: Edrian Lucien Montgomery Laurent.
El nombre le traía un sabor a infancia: risas compartidas en el jardín comunal del barrio, promesas de descubrir tesoros bajo el puente de piedra, la complicidad de dos niños que se regalaban juegos. En la primera vida Edrian había sido su amigo más cercano; correteaban juntos hasta quedarse sin aliento, compartían secretos y confianzas, y, sin que ella lo supiera en su justa medida, el mundo de las familias poderosas ya lo miraba como una pieza deseable. Cuando Scarlett —con la ayuda diligente de Vivienne y de esas sonrisas sociales bien calculadas— empezó a acercarse a Edrian, Avelyn no supo cómo defender aquello que todavía no sabía nombrar como suyo. Lo perdió entonces. Lo vieron irse a un lugar que ya no era el de ambos.
En la segunda vida, el recuerdo de esa pérdida no la empujó a correr hacia él con lágrimas y ruegos; la templó. Si iba a recuperar algo, lo haría con la sangre fría de quien ha esperado el momento justo.
En la segunda vida, Avelyn aprendió algo que la primera no le enseñó: la paciencia era un arma.
Así que, cuando Edrian comenzó a visitar la casa con más frecuencia, no corrió a saludarlo ni intentó iniciar conversación.
Las visitas no eran por él, sino por un plan orquestado entre Vivienne y los padres del muchacho: emparejarlo con Scarlett. Una jugada social perfecta para ambos clanes, en apariencia. Avelyn lo sabía, lo había escuchado en fragmentos de conversaciones que no estaban destinados a ella.
Edrian llegaba, generalmente por las tardes, con paso tranquilo. Vestía siempre de forma impecable, pero no ostentosa. Scarlett lo recibía con una sonrisa demasiado estudiada para su edad, y lo arrastraba hacia el jardín, la sala de música o el salón de té, según el capricho del día.
Avelyn, desde las sombras del pasillo o detrás de una puerta apenas entornada, los observaba. No se trataba de celos; era un análisis clínico. Registraba cada gesto, cada cambio en su expresión.
Un martes de otoño, lo vio sentado en el invernadero, con Scarlett hablándole sin parar sobre un concurso escolar. Él sonreía, pero en cuanto ella se giró para tomar algo de la mesa, la sonrisa se desvaneció como si jamás hubiera estado ahí. Sus ojos se fueron hacia el cristal empañado, lejos de la voz aguda que seguía hablando.
Avelyn se quedó mirándolo. Y entonces, él giró la cabeza, como si hubiera sentido el peso de su mirada. Sus ojos, grises y claros como un cielo antes de la tormenta, se encontraron con los de ella.
Hubo un segundo de reconocimiento, o tal vez de curiosidad. Él no sonrió; tampoco frunció el ceño. Solo la miró.
Ella, con una calma que no sentía, bajó la vista y siguió su camino como si nada hubiera ocurrido, fingiendo que no lo había visto.
En el reflejo del cristal, alcanzó a notar cómo él la seguía con la mirada unos segundos más, antes de volver al diálogo que Scarlett retomaba sin notar nada.
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Editado: 12.08.2025