Edrian se quedó un rato más junto a la ventana, mirando la ciudad como quien relee una carta que no termina de comprender. La palabra que ella había dejado en el aire —libertad— seguía vibrando en su cabeza, pero otra cosa menos nítida y mucho más antigua empezaba a ocupar el espacio: un recuerdo que ya no era sólo recuerdo, sino la raíz de aquello que lo traía hasta ese despacho aquella tarde.
Recordó la primera vez que la vio de verdad. No una presentación formal, ni una frase dichas en una sobremesa, sino ese hallazgo furtivo que no pide permiso: una figura recortada detrás del cristal del invernadero, la tarde cayendo en pliegues dorados sobre hojas húmedas. Él estaba hablando con Scarlett de algo inane —un concurso, una anécdota escolar— y, por algún motivo, la conversación se le deshilachó en cuanto levantó la vista. Ahí, en el reflejo, había ojos que lo miraban desde el otro lado: no curiosidad infantil, sino atención concentrada, como si ella estuviera estudiando el contorno de su sonrisa.
Aquel primer encuentro no fue teatral. No hubo palabras. Él notó sólo una mano que recogía un mechón de cabello, el leve arqueo de una ceja, la manera en que su pecho se alzaba un poco más con cada respiración. Fue como descubrir una puerta en una pared que daba a una habitación que había imaginado pero nunca encontrado. Lo sorprendió que, en vez de provocar molestia, la sensación le gustara: la idea de que alguien reservase unos segundos para observarlo lo hizo sentirse, de pronto, menos solo en su función.
Con el tiempo, aquello se convirtió en un juego sin reglas que sólo él parecía conocer. Cada vez que venía a la casa con la excusa de una reunión entre familias, él buscaba en los rincones esa presencia silenciosa. Empezó a encontrarla en sombras: detrás de una cortina, al pie de la escalera, asomada a la biblioteca con un libro abierto, sin la prisa de quien reclama atención, sino con la serenidad del que anota. El hallazgo producíale un pequeño alivio, una especie de prueba contra la monotonía de las cenas guionadas. Esa búsqueda —buscaba su mirada, su postura, un gesto— se volvió una costumbre.
No lo admitía con facilidad. Había en ello demasiada irresponsabilidad social, una fuga hacia algo que no encajaba en los planos de su familia; y, sin embargo, la expectativa de descubrirla entre la muchedumbre adquiría, para él, la intensidad del milagro cotidiano. Era el reto de localizar una luz discreta en un teatro de disfraces. Avelyn no sonreía con el público ni buscaba la aprobación; observaba, registraba, y luego desaparecía. Y esa ausencia, más que la presencia, fue lo que lo atrapó.
Las pequeñas pruebas —estar presente para verla, lanzar una mirada que ella quizás no detectaba, saber que allí había alguien que lo miraba y no ofrecía consuelo ni juicio— fueron calando en él. Empezó a esperar ese latido clandestino. Lo que al principio había sido mera curiosidad se volvió, con el tiempo, en una ternura inquietante; una atención que se sabía injusta porque no pedía nada a cambio, pero que también lo sostenía. Admitirlo en voz alta habría sonado absurdo: un hombre joven, de bata y guardias, rendido ante la presencia callada de una chica que lo miraba desde la distancia. Pero el corazón no pregunta por la plausibilidad.
Hubo dos intentos —dos ocasiones en las que su pulso le ordenó acercarse— y en ambas ella huyó. La primera fue en la librería, años atrás, cuando todavía eran casi niños. Él la llamó por su nombre porque la voz parecía la única manera de hacer real lo que ven sus ojos. Ella le devolvió un "hola" breve y se fue. No hubo reproche en su marcha, sólo una determinación que le dijo: no hoy. Y la indiferencia con la que ella cruzó el pasillo se le clavó como una aguja preciosa: frustración, sí, pero también una extraña admiración. ¿Qué clase de fortaleza tenía esa chica que no aceptaba un gesto de cercanía? ¿Qué temor o qué estrategia escondía en su retirada?
La segunda vez —en la cafetería, a los diecisiete— la conversación rozó algo más hondo. Él había intentado abrir un espacio, no invasivo, apenas suficiente para que ella supiera que era vista y, si quería, reconocida. Ella habló con la ironía contenida que ya conocía: lo acusó de "seguir un fantasma", le espetó que tal vez él fuera ese fantasma. Había en sus palabras un desafío que le dolió y lo encendió a la vez. Cuando la vio salir, no fue solo desazón lo que lo acompañó; fue la sensación de que había perdido una posibilidad —no una obligación, ni una promesa— sino la opción de conocerla sin muros.
Así, la imagen de Avelyn se le fue imponiendo como un conjunto de pequeños hechos: la intensidad de su mirada en el invernadero, la precisión de sus respuestas, la manera en que prefería el silencio al ruido. Ese hallazgo furtivo se convirtió en deseo silencioso. No fue un enamoramiento instantáneo, ni un estallido heroico: fue el hundimiento paciente y hasta desconcertante de alguien que, de pronto, se da cuenta de cuánto cariño le cabe a la idea de otra persona. Le gustaba buscarla. Le gustaba el alivio de encontrarla. Le gustaba, incluso, la dificultad de alcanzarla.
Y junto a ese sentimiento surgía la culpabilidad: ¿estaba traicionando a su familia con esa atención que no tenía nombre? ¿Se estaba volviendo egoísta al perseguir algo que no podía justificar frente a quienes manejaban su destino? Lo que le resultaba claro era otra cosa, menos racional y más urgente: cuando ella no estaba, las cenas le parecían más largas; cuando la veía, aun de reojo, el mundo ganaba bordes. Era un efecto pequeño y persistente, como una música que se repite y termina enseñándote su melodía hasta que la tarareas sin querer.
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Editado: 12.08.2025