Aún lo recuerdo.
Siempre juntos, y posiblemente inseparables. Solíamos comer frituras a la hora del almuerzo y ver películas de terror en las tardes de verano, éramos los mejores amigos de todo el mundo, porque así lo había decidido el destino. Jugábamos videojuegos y subíamos la colina de la cuadra, en donde pasamos nuestras primeras caídas, y nuestras grandes aventuras juntos.
En mi regazo siempre se veían mis dos pequeñas manos marcadas con lodo, y en su cara, caramelo por todos lados.
Soñábamos con volar, ser libres y viajar por todo el mundo.
Owen sin duda era el mejor de los amigos, mi confidente, mi otra mitad.
Éramos tan idénticos que mamá no sabía distinguir quien era quien. Nuestro cabello, rojo como el fuego y nuestras pecas pronunciadas hacia vernos como unos tomates regordetes. —Porque lo estábamos—.
Si cierro los ojos, aún puedo ver sus enormes ojos verdes, porque me miro al espejo y él está ahí, él sin duda soy yo.
Fantásticamente el mejor reflejo de mí.
—¡Carambolas!, ¿Seguro que no te duele? -. gritaba Owen al ver mi enorme raspón.
—No le digamos nada a mamá, nos va a regañar—. insistía con mis lágrimas cayendo al suelo húmedo.
—No diré nada hermanito, pero eso se ve muy mal. Y no quiero que te mueras, eres mi hermanito—. decía dándome un enorme abrazo.
Y no, no morí aquel día. Pero Owen sí lo hizo tres meses después cuando cayó del segundo piso de la casa por intentar volar como yo le había indicado.
Nunca lo he podido superar, nunca he dejado de buscar mi otra parte, mi reflejo en el espejo. Pero sé que se has esfumado de mí.