Besando a Greg

Greg

—A ver si comprendo —Decía Lía por enésima vez —¿Aquel chico que golpeaste la otra noche apareció en clase de literatura y se sentó junto a ti? —llevaba una coleta casi en la coronilla de la cabeza amarrada con varios listones de colores, que le caían en los hombros. Sus piernas estaban cubiertas con unas largas medias azules que se perdían hacia el interior de su falda negra; en la camiseta debía tener no más de quince pines coloridos: «abejas, unicornios y mariposas» que se acomodaba cada tres segundos.

—Bueno, en realidad él no es que fuera hacia mí por gusto, el profesor Godrig le dijo que lo hiciera —Comenté mientras miraba el pasto verde.

—Ya veo. Entonces por eso te debe de estar ignorando, no quiere rememorar el golpe que le diste en la cara —bromeó mientras me ponía la mano en el regazo. 

—En realidad, no es muy importante. No pasó nada más aparte del golpe, y tampoco me interesa mucho que me dirija la palabra —le dije sinceramente.

—Viendo las cosas así, está bien —terminó Lía mirando también al pasto.

El día estaba soleado y agradable; nos habíamos acomodado en aquella banca oxidada en donde antes se encontraba una pequeña colina, la cual, había desaparecido debido a la construcción de un mugriento parque. Antes de aquello, el lugar era más agradable: «el pasto llegaba desde las faldas de la colina hasta la punta de esta; en otoño se llenaba de un color amarillo y las flores perdían sus pétalos», ahora ya no quedaba nada de ello, solo juegos oxidados en donde jugaban los niños de la cuadra; y uno que otro perro moribundo.  

Aquel lugar me traía muchos recuerdos, pues era donde iba cada vez que me sentía mal, como cuando murió Owen. Ahora ya no frecuentaba el lugar muy seguido, solo cuando Lía quería que le contara cosas; en aquella misma banca le rebelé que era diferente, el cual también se había vuelto uno de mis más grandes recuerdos.

Aquellos ratos sentados en la banca solo observábamos a la gente pasar, después platicábamos sobre algún tema de poco interés, hasta que nos quedábamos callados. Así era como nos comunicábamos ella y yo, estando completamente callados; mirando a los ojos a la gente. Siempre nos manteníamos así aproximadamente una hora hasta que uno de los dos se le entumiera el trasero. Era yo el primero en despedirme dejando a Lía sentada en aquella banca observando a todos, pero aquel día quería estar más tiempo ahí, pues, aunque ella no lo recordara, aquella tarde se cumplían once años de la muerte de Owen.

—La verdad está bien que tú también lo ignores, posiblemente lo que sucedió fue un error, y es así como te lo quiere dejar saber —comentó ella después de un rato —quizás, y solo quizás, estaba muy ebrio en aquella ocasión y decidió intentar algo nuevo.

—Sí —dije cortante.

No tenía mucho ánimo de seguir hablando de aquel chico, solo prefería estar callado oyendo las risas de los niños y las pláticas de las personas que pasaban caminando por ahí.

 

Era casi media tarde cuando por fin me despedí de Lía. 

—Creo que me tengo que ir, hoy iré con mi madre al cementerio —le conté poniéndome en pie.

—Está bien, me saludas a tu madre —me dijo cortante, mientras se paraba y enrollaba su brazo en mis hombros. Muchas veces, a pesar de que Lía se interesaba en mi bienestar, no se preocupaba mucho por ella, en ocasiones se perdía en sus pensamientos y se volvía así: cortante y seria. Le sonreí cuando por fin me dejó de abrazar y me despedí con la mano mientras le daba la espalda.

No debí de caminar ni una cuadra de aquel lugar cuando mi madre me recogió. Llevaba puesto unos pantalones largos hasta la cintura y una blusa azul; sus ojos verdes combinaban con su largo cabello rojo que le rodeaba las orejas y que era muy parecido al mío. Iba sentada en el auto con una sonrisa, la cual conservó cuando me habló para que subiera.

—Sube Greg. Todavía debemos pasar por algunas cosas —Me dijo. Abrí la puerta del auto y me senté en asiento del copiloto con un poco de dificultad, debido a la distancia del techo tuve que agachar la cabeza para no golpearme. Me puse el cinturón y me acomodé lentamente en el espaldar —Primero iremos por algunas flores —continuó en el momento que me acomodé.

—Está bien, solo no compres lirios, los detestaba —me dispuse a decir. En realidad, Owen ni siquiera sabía cuáles eran los lirios, pero mamá todo el tiempo las ponía en su tumba, y yo en verdad sí que las odiaba.   

Mamá tomó el volante y comenzamos a avanzar por la calle, en donde personas la saludaban desde fuera del auto, cuando este pasaba cerca de ellas. Mi madre no tiene una gran cantidad de amigos, pues elige a los que en verdad valen la pena, pero hay muchas personas que la aprecian; además de ser conocida por la madre de los dos pequeños pelirrojos, que ahora se habían convertido en uno.

Cuando llegamos a la florería mi madre me ordenó bajar con ella, lo cual yo me negaba hacer. Era un lugar hermoso, y si menciono la palabra «era» es porque después de dos años su dueña murió. La señora Susy. Así era como mi mamá la llamaba siempre. Era amable con ella, y cada vez que me veía me tomaba de los cachetes, aunque ya estuviera demasiado grande para eso.

—¡Querida, estoy aquí! —gritó la mujer antes de que mamá pudiera decir algo.

—Hola Susy —dijo mi madre.




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