El plan de espantar a Odile fracasó casi al instante. La chica no solo les generaba el miedo suficiente para abortar la misión, también les generaba mucha intriga. Aunque parecía dócil y tímida, su presencia era fuerte. Tanto así, que todos los animales de inmediato la sintieron como una alfa, comportándose dóciles con ella. Además, lo que iba a hornear se veía y sabía delicioso (ambos habían lamido todas las cucharas y tazas que había usado).
—¿Dónde aprendiste a cocinar? ¿Te enseñó tu mamá?
—Y mi papá.
—Mi mamá un día quemó unos huevos duros —comentó Wendy, haciéndola reír—. Pero tuvo que aprender a cocinar un poco cuando papá enfermó.
Odile no quiso ahondar demasiado en ese asunto. Aunque el doctor se veía lleno de vitalidad, por lo que Arthur le había contado, hubo una época en que la familia temió lo peor y se sumió en una profunda tristeza y miedo a perderlo.
—¿Viniste aquí con tus padres?
—Solo con mi papá.
—¿Qué hay de tu mamá?
—Ya no está —respondió sin más. Alzó la mirada y les sonrió—. ¿Quieren que les ponga más chispas de chocolate encima de los frutos rojos? —inquirió. Los mellizos se miraron entre sí. Asintieron al mismo tiempo—. De acuerdo. Solo tengo que precalentar el horno.
—¡Yo lo hago! —se ofreció Wendy.
—Gracias. Nosotros iremos armando las galletas en la bandeja —expuso. Miró a Peter—. Peter, te llenaste todas las manos y el rostro de colorante rojo.
Peter se echó un vistazo. Habían decidido teñir la masa de las galletas con colorante rojo para que diera la sensación de que eran cerezas enormes con chispas de chocolate. El niño se encogió de hombros, haciéndola reír.
Mientras usaban las mangas para formar las galletas, Wendy se dirigió al horno. Al abrirlo, comenzó a toser descontroladamente. Su madre a duras penas preparaba comida salada, así que aquel horno nunca había sido usado.
—Creo que primero tendré que darle una limpieza… —murmuró. Busco un trapo en el mesón y volvió a agacharse para meter la mitad de su cuerpo dentro del horno—. Siento como si estuviera descubriendo las pirámides de Egipto. —Al intentar salir, su cabello se atascó con una de las parrillas del horno—. Oh, oh —Se echó hacia atrás, pero solo logró atascarse más—. ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Odile se exaltó al escucharla. Tanto ella como Peter se giraron. Soltó la manga y corrió hacia el horno mientras Peter se tumbó en el suelo para poder carcajearse mejor.
—¡Wendy, no te muevas! —exclamó, metiendo sus manos dentro del horno—. Déjame ayudarte…
—¡Deberíamos aprovechar y sazonarla! —gritó Peter, llorando de la risa.
—Peter, no te burles de tu hermana.
El niño calló de inmediato ante la voz autoritaria de Odile.
La pelinegra encendió la luz del horno e hizo lo posible para desenredar el cabello de la parrilla, pero Wendy estaba comenzando a sentir claustrofobia y quería salir a toda costa, complicando la situación.
—¡Quiero salir ya!
—¡Solo espera!
—¡AAAAAAAH!
Odile estaba a punto de desenredar su cabello cuando escuchó la puerta de la cocina abriéndose estrepitosamente.
Arthur entró, respirando agitadamente. Creyó que su hermana estaba gritando porque Duquesa le estaba masticando el cabello, como la última vez.
Pero lo que encontró fue peor.
Odile, aquella chica que lo había amenazado…
¡Estaba intentando cocinar a su hermana!
—¡¿QUÉ HAS HECHO?!
Luego miró a su hermano y palideció al verlo cubierto de rojo.
Se desmayó.
Peter negó, decepcionado—. Y se supone que es quien va a protegernos…
👑👑👑👑👑
Arthur caminó de un lado a otro, esperando a que su padre contestara el teléfono.
—¿Hola?
—No puedo creer que hayas dejado a los chicos con Odile.
—Bueno, tú vas a una cita y no quise quitarte tu tiempo.
—Sabes a lo que me refiero, papá. ¡Acabas de conocerla! —le amonestó.
—Tengo buen ojo para las personas.
—Oye —Respiró profundo—. No quería decirte esto, pero me dio lenguas de rana para amenizar si le decía a alguien que la había visto en el cementerio. ¡¿De verdad metiste a una persona así a la casa?! —cuestionó. Hubo un largo silencioso al otro lado de la línea—. ¿Hola?
Arthur tuvo que alejar el teléfono de su oreja ante la estruendosa carcajada. Presionó sus labios, molesto.
—¡¿Lenguas de rana?! Dios, cómo la adoro… —comentó el doctor—. ¡Es el regalo soñado de los veterinarios!
—¡No, no lo es!
—Déjame contarte una historia, hijo. Antes de estudiar veterinaria, no había una cosa que odiara más que los cien pies…
—¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?
—Eran muy terroríficos. Sus patas eran asquerosas y ni hablar de sus pinzas, solo mirarlos me generaba repudio porque sentía que podían picarme, matarme o comerme vivo —continuó relatando, ignorando la pregunta de su hijo—. Luego nos tocó estudiar a los miriápodos en la materia de zoología y entre ellos, estaban los ciempiés. Estudiamos su estructura, su anatomía interna y sus especies. Me seguían dando asco, la verdad. Pero entonces, un día vi un ciempiés y lo aplasté.
—Papá…
—Y lloré —terminó. Arthur suspiró, cansino—. Sentí, como si hubiera acabado con la existencia de un humano, ¿quieres saber por qué tuve esa sensación?
—La verdad es que no.
—Igual te lo diré. Fue porque los conocía —repuso—. Los conocí de tal manera y me familiaricé con ellos que, cuando mi cuerpo reaccionó como lo hubiera hecho en el pasado al aplastarlo, me arrepentí enormemente porque sabía que era inofensivo, o al menos, pude haber evitado lastimarlo —Arthur miró los árboles que tenía frente a él, meditabundo al finalmente comprender a lo que su padre quería llegar—. Créeme, se siente pésimo lastimarle a una criatura inofensiva y darte cuenta luego de conocerla.
— Papá…
—Tu madre ya salió del baño. Debo irme. ¡Suerte en tu cita de esta noche!
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Editado: 08.06.2025