—¡Me rehúso! —gritó Odile. Arthur la observó, incrédulo.
—¿Acaso estabas haciendo algo en la cocina que no querías que notara? —inquirió. Aunque la pregunta en un principio había sido de burla, al meditarlo, su rostro se oscureció.
¡¿Acaso finalmente iba a envenenarlo?!
A pesar de las protestas de Odile, giró su cuerpo para ver qué quería ocultar la pelinegra a sus espaldas.
Odile pensó que estaría acabada.
En un arranque de desesperación, se puso de cuclillas, sujetó el rostro de Arthur para evitar que se girara y le lamió la mitad de la cara.
Arthur se apartó y la miró, paralizado. Sus manos comenzaron a temblar.
—Tú…
Ella estaba a punto de entrar en colapso.
Arthur le había contado en algún momento de su manía por la pulcritud, la limpieza y los gérmenes. Cuando lo hizo, le causó gracia porque, contradictoriamente, quería especializarse como parasitólogo veterinario. Por esa razón no le sorprendió la cara de horror del presidente de la asociación de estudiantes.
¡Quería saltar por la ventana y enterrarse a sí misma, como un topo!
—Seguías oliendo a galletas. No pude resistirme —dijo, sonriendo temblorosa.
Arthur casi se desmayó al ver su sonrisa macabra.
—¡Santo cielo! —Arthur corrió hacia el lavaplatos para limpiar su cara. Odile aprovechó para tomar su celular y meterlo en su bolsillo. Suspiró aliviada. Pero tomó una enorme bocanada de aire para tener que lidiar con la vergüenza de su acto. Arthur la señaló—. ¡¿Cómo puedes lamerle la cara así a alguien?! ¡Te volviste loca! ¡¿Eh?! Primero, claras de huevo en mi boca con el riesgo de contraer salmonella y ahora esto…—masculló.
El teléfono de Odile vibró en su bolsillo. Lo sacó mientras Arthur no dejaba de mascullar. Nabil le había enviado un mensaje.
Imagino que no lo olvidaste, pero me gustaría recordarte que tenemos que vernos hoy.
Miró la hora.
—¡¿Once de la noche?! —exclamó—. Lo siento, tengo que irme. Tengo algo importante que hacer.
Arthur dejó de limpiarse el rostro y se incorporó, frunciendo el ceño.
—¡¿Te vas luego de lamerme la cara descaradamente?!
—Nuevamente, me disculpo por eso —dijo, sonriendo nerviosa—. Te-te tomaré la palabra y dejaré que limpies todo. Te agradezco.
—Oye, oye, oye…
—¡Nos vemos! —exclamó, saliendo a toda prisa de la cocina—. ¡Despídeme de Duquesa, Orión, Sábila y Tutankamón!
Arthur aún estaba asimilando todo lo que acababa de ocurrir. Acarició su rostro. Sonrió y luego negó, incrédulo y molesto. Restregó su mejilla, enojado.
Orión entró por la puerta. Se agachó para cargarlo en sus brazos.
—Hola, grandulón —Acarició su cabeza y sonrió—. Eres el único que puede lamerme la cara sin que me enoje, ¿eh? Ni siquiera Sábila y Tutankamón tienen ese privilegio —Sonrió. Volvió a echarle un vistazo a la puerta—¿Qué es eso tan importante que tiene que hacer a las once de la noche? —cuestionó, intrigado. Aunque se convenció a sí mismo de que esa intriga era en realidad miedo—. Prefiero no averiguarlo… —se dijo, tomando un pañuelo para comenzar a limpiar el mesón.
Volvió a mirar de reojo el lugar por donde se había ido y sacudió su cabeza.
Recelo, no curiosidad.
Eso era lo único debía tener hacia ella.
Odile pedaleó tan rápido como pudo hacia la biblioteca central de Barley, que también era la biblioteca de la universidad. Estaba lloviendo, así que traía puesto un gorrito en forma de sombrilla para no mojarse. Se detuvo frente al enorme edificio, solo para encontrarse con la imagen de Nabil sentado en las escaleras, como un niño pequeño. Dejó su bicicleta frente a las barandas, metió el sombrerito plegable en su bolso y subió los escalones. Se detuvo frente a él, pero Nabil no alzó la mirada, solo se mantuvo abrazando sus rodillas.
—No era necesario que te pusieras en esa posición para hacerme sentir culpable por llegar dos horas tarde. Ya me siento miserable con ese solo hecho.
—Eso me alegra —dijo él, poniéndose de pie y sacudiendo sus piernas. Le sonrió, encantador—. Puedes recompensar tu tardanza con un presente. Puede ser azul…, y esférico.
—¿Te refieres a lo que usan los viejitos para…?
—¡No me refería a eso! —gritó, escandalizado. La miró, sintiéndose la persona más agraviada de todas—. ¿No te bastó con dejarme a la intemperie por más de una hora?
—Por lo visto, te abruma el hecho de que alguien más pueda hacer bromas pesadas—dijo ella, con una sonrisa leve.
Continuó subiendo los escalones, bajo la mirada estupefacta de Nabil.
Cuando pudo asimilar lo que acababa de ocurrir, sonrió divertido.
Sacudió su cabeza y carraspeó, endureciendo el gesto.
No se suponía que sonriera.
No podía perder la compostura.
El plan “Georgina Sodalita” había comenzado.
Odile observó la fachada exterior de la biblioteca. Era imponente. Tenía entendido que, en el pasado, la biblioteca era uno de los pequeños castillos que el rey Pendragón había construido para uno de sus hijos, específicamente para el futuro Rey, Arturo. Por esa razón, era considerada una de las joyas de Barley. Habían pasado mucho siglos de eso y la familia Pendragón —implicada en la fundación de la universidad—, había donado las tierras para su construcción. Era uno de los edificios más antiguos y fascinantes de la universidad e incluso de Barley.
Era lo más cerca que cualquier persona ordinaria estaría de un castillo que perteneció a los Pendragón.
Frunció el ceño al ver dos escudos diferentes grabados en las enormes puertas de la entrada. Solo reconoció a uno como el escudo real de los Pendragón, pero el otro nunca lo había visto. El tronco era el rostro de lo que parecía una hermosa mujer dormida. Su cabello eran las cientos de ramas detalladas que también contenían hojas. Tenía numerosas raíces. Tanto las ramas como las raíces se alargaban hasta unirse y formar un círculo. No le pasó desapercibido que habían cinco raíces principales de las cuales se ramificaban el resto.
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Editado: 18.06.2025