—Oye… Oye…¡Oye, despiértate ya! —Nabil saltó del mueble y observó a Otto, espantado. Su mejor amigo tocó su frente y luego chasqueó la lengua—. Todavía tienes fiebre. Deberíamos ir a un médico.
—¿Y que me claven una aguja? Gracias, pero no, gracias —dijo, acurrucándose entre las sábanas—. Como todo adulto funcional, esperaré que la fiebre baje por obra y gracia del espíritu santo.
—No seas ridículo —espetó Otto, tomando su abrigo—. Iré por más medicina. Intenta no morir en mi ausencia. Y apaga ese televisor. ¿Cuántas veces viste el fantasma de la ópera?
—Dos…, veces tres —se encogió de hombros.
Otto entornó los ojos y masculló entre dientes cómo había pasado de romper cuellos a ser niñero.
Nabil se incorporó en cuanto se fue. Rascó su nuca y luego se removió al sentir una incomodidad en su pierna. Levantó las sábanas y vio el cuaderno de su extraño nuevo entretenimiento.
Lo abrió, curioso. Aunque la vestimenta y forma de ser de Odile era un poco lúgubre, sus apuntes eran muy coloridos.
Al igual que sus sentimientos, si dejaba de lado aquella tristeza que a veces lo ensombrecía todo.
—Tiene una letra linda —comentó, acariciando las letras. Sacudió su cabeza y golpeó sus mejillas—. La fiebre y los musicales románticos no son una buena combinación…
Se exaltó al escuchar el timbre. Ocultó el cuaderno, como si de las pruebas de un crimen se tratase y se levantó para abrir—. ¿Acaso olvidó las llaves? —se preguntó, pensando que se trataba de Otto. Abrió la puerta—. Oye, podrías comprar una caja enorme de pañuelos porque siento que tengo más mocos y flema que sangre en las ve—calló al ver aquella vestimenta que se había vuelto fácilmente distinguible para él. Palideció, como si hubiera visto al mismísimo fantasma de la ópera.
Odile sacudió su mano y alzó una bolsa, sonriéndole con dulzura.
—Soy Odile. Imaginé que habías enfermado, así que traje unas cosas para que te recuperaras —Nabil no se movió, pensando que así no podría verlo o que tal vez no lo reconocería—. ¿Estás bien, Nabil?
Él tapó su rostro con las sábanas, como un vampiro tapándose del sol. La miró, horrorizado.
—¡AAAAAAAH!
—¡AAAAAAH!
—¿Qué haces aquí? —murmuró Nabil luego de haber gritado de espanto. Al no tener respuesta, la miró fuera de sí—. ¡¿Quién te dijo que vivía aquí?!
—Puse un pequeño rastreador en el cuaderno que le di a Otto. Con permiso —respondió sin inmutarse, entrando al departamento.
—¡¿Qué?!
—Es como una calcomanía en 3D, pero tiene un pequeño rastreador en el interior. Papá los pone en todos lados, pero siempre logro encontrarlos —comentó, despreocupada—. Supongo que son gajes de su oficio.
Nabil no podía creer lo que estaba escuchando.
¿Esa chica poseía aunque fuera un gramo de normalidad?
Por supuesto que no.
—¡No puedes verme así! ¡Soy un completo desastre de flema y tos seca! —gritó, escandalizado.
—¿Cómo puedes saber eso si no reconoces rostros? ¿Solo reconoces el tuyo?
—¡No necesito verme para saber que soy un completo desastre justo ahora! —replicó, enojado—. Y no deberías exponer las intimidades que te abrí en un momento sensible de esa forma.
—Lo lamento —dijo, sentándose en el sillón—. Toma asiento. También te traje algunos medicamentos.
Nabil la miró a ella y luego a la bolsa que había traído, sintiendo que lo habían dejado en una trinchera sin armas y al descubierto.
Siempre había procurado mantener una imagen perfecta ante el mundo.
¡¿Por qué de todas las personas tenía que ser Odile quien lo viera resfriado?!
Aquello era peor que el destino del fantasma de la ópera. De hecho, se sentía así; como una abominación en una catacumba. Además, pudo ver la convicción de Odile. Ella no se iría hasta que lograse darle todo lo que había traído para él.
El gesto le hubiera conmovido, si al menos se hubiera hidratado la cara.
—Santo cielo —murmuró, sentándose en el sillón completamente resignado.
Había perdido cualquier oportunidad de persuasión contra Odile.
Ahora la idealización que tenía sobre su apariencia se perdería y no podría manipularla a su antojo.
—¿Por qué tú no te escuchas enferma? —inquirió, rendido ante la vergüenza de lucir como un pordiosero.
—Porque mi padre es médico y tomé la medicación correcta para no resfriarme. Además, tengo un sistema inmunológico bastante fuerte —explicó mientras abría el recipiente. Tomó la cucharilla de la lonchera que había traído de la bolsa y sacó una pata de pollo, se la tendió, sonriente— Él la miró, asqueado—. Abre la boquita.
—Wacala, no.
—En ese caso. Tendré que ir con las autoridades policiales y—Nabil se la comió de un bocado. Odile sonrió victoriosa y le tendió otra pata de pollo—. Buen chico. Ten, prueba otra. Piensa en todas las gallinas…
—Prefiero no hacerlo. ¿Cómo puedes ser vegetariana y darme esto para comer?
—Porque sé que tú no lo eres. Abre la boca.
—¿Al menos le quitaste las uñas?
Odile se detuvo en seco.
—¿Había que quitarlas? —inquirió, pasmada.
—¡Carajo, Odile!
La pelinegra se carcajeó al verlo haciendo arcadas.
—Es broma. Están completamente limpias —dijo, en tono jocoso.
Nabil la miró como si le hubieran salido cuernos y alas en la cabeza.
—Aprendes rápido, ¿eh? —dijo, mirándola receloso—.¿Te estás vengando de mí por los sushis vegetarianos?
—Puede ser —respondió ella, metiéndole otra pata de pollo a la boca.
Nabil la masticó, molesto.
Por esa razón ella no había mostrado su descontento en ese entonces, solo esperó pacientemente el momento perfecto para vengarse.
Entrecerró sus ojos, resentido.
—Eres calculadora.
—Estoy segura de que no tanto como tú —replicó ella. Nabil presionó sus labios, haciéndola reír. Odile echó un vistazo hacia el televisor. Alzó sus cejas, curiosa—. ¿Es ese “el fantasma de la ópera”?
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Editado: 15.07.2025