—¿Qué?
—Te aseguro que no te arrepentirás.
Odile hizo una mueca, poco convencida. La verdad, más allá de la preocupación por su salud, había ido a visitarlo con la única finalidad de interrogarlo y seguir investigando.
—Yo…
Nabil tomó el control remoto y apuntó hacia el televisor. Odile comenzó a ponerse nervioso.
—Sé que quieres preguntar por lo sucedido en la biblioteca —dijo, sereno—. Te aseguro que hablaremos de ello cuando mi belleza innata recupere su brillo. Por ahora, veamos una película. Una mente despejada siempre pensará con claridad y por ende sacará mejores conclusiones ante las incógnitas —le dijo, sonriente.
Odile asintió y se removió en el sillón, fijando su vista en la pantalla.
Amaba las películas envueltas en un aire de magia y fantasía. La música y el ambiente —entre castillos y paisajes asombrosos— la atraían como un marinero con el canto de una sirena.
—Me pregunto qué se sentirá…
—¿Vivir en un castillo o experimentar una relación así?
Odile se sonrojó al notar que había pensado en voz alta. Nabil enarcó una ceja, incrédulo y en espera de su respuesta.
—Solo he vivido una de esas dos cosas —contestó él, ensimismado. Sus ojos estaban fijos en la pantalla, justo en la escena donde el atormentado fantasma de la ópera cantaba con su ángel de la música, sonrió—. Es mejor que lo experimentes como un espectador, ¿no lo crees?
Odile se fijó en la pantalla, justo en el instante en el que aquel hombre enmascarado en la mitad de su rostro cantaba para la hermosa cantante de ópera, confesándole su amor eterno entre palabras de profunda admiración a su belleza y a su voz y como la dama en cuestión, escuchaba hipnotizada la voz de un monstruo al que se suponía debía temer.
Su corazón se encogió.
Normalmente, una chica debería identificarse con la protagonista, pero ella lo hacía con el que, se suponía, era el personaje que inspiraba abominación; el fantasma de la ópera.
Sentía que, en el fondo, así podrían ser los verdaderos sentimientos que tenía por Arthur; egoístas, ansiosos de que él se diera cuenta de quien era para que finalmente la aceptara, como si eso pudiera arreglarlo todo.
—No importa cuántos sentimientos y confusiones en su corazón hubiera guardado aquella protagonista excelsa de belleza hacia el fantasma de la ópera, siempre se negó a sentir algo por un ser como él —comentó, llamando la atención de Nabil—. Solo sintió lástima, tal vez algo de fascinación y…, gratitud.
Él frunció el ceño al percibir que no se estaba refiriendo a la película.
—Bueno, en defensa de Christine, él… —calló al caer en cuenta de lo que diría. Agachó levemente la mirada—. Él la manipuló. Y si a estas vamos, el amor que el fantasma le profesaba a Christine, solo estaba impulsado por una obsesión por su belleza. Quería poseerla porque, de cierta forma, compensaría la belleza que él no poseía. En todos los sentidos.
Odile lo observó, sintiendo como los vellos de su piel se erizaban. La mirada de Nabil tomó tintes oscuros, casi infranqueables.
¿Por qué de pronto se sintió inmersa en esa ópera que se escuchaba de fondo?
Frunció el ceño al ver la frente sudorosa de Nabil.
—Comienzas a recuperarte. Deberías tomar una siesta —le sugirió Odile, volviendo a recuperar la compostura.
Nabil suspiró, hastiado.
¿Acaso esa chica estaba hecha de latas o qué?
—¿Vas a quedarte a ver cómo duermo? Porque eso sería raro.
—Es lo que haré.
—Eso ya es demasiado. Me niego.
—¿Acaso roncas?
—¡¿Cuándo has visto a un prín…?! —calló y respiró profundo—. Si quieres que me duerma, tendrás que obligarme —puntualizó. De pronto, se sintió aturdido. Ni siquiera notó cuando Odile le propinó un golpe seco con la base de la mano en la parte lateral del cuello, ligeramente por debajo de la oreja—. ¡¿Oye, qué…?! ¡¿Por qué se me durmió el cuerpo?! ¡¿Por qué no siento mi cuerpo, mujer?! —gritó, horrorizado.
—Solo dura unos minutos, descuida —dijo, recostándolo en el sofá.
—¡Odile, nada de lo que has hecho hasta ahora es legal! ¡¿Estamos de acuerdo en eso?! —dijo, escandalizado—. No es normal que una chica de tu edad sepa estas cosas, ¡y eso no se le hace a los amigos! ¡No puedes dormir el cuerpo de las personas sin su consentimiento!
—Dijiste expresamente que, si quería que te durmieras, tendría que obligarte.
—Sí, pero —guardó silencio. No tenía caso—. Mejor sí tomo una siesta. Siento que voy a necesitarla…
—Estaré aquí.
—Eso no me tranquiliza —dijo, dándole la espalda y cerrando sus ojos.
Nabil despertó, aún somnoliento. Miró a su alrededor. Observó a Odile con la cabeza recostada en el lado contrario del mueble. Se incorporó con cuidado para no despertarla.
La contempló, incrédulo.
"A Odile le falta un tornillo o quizás tiene de sobra" , pensó, divertido.
Le entretenía. Posiblemente, como nunca algo o alguien le había entretenido.
Sumado a eso, podía sentir que aquella pelinegra no guardaba ninguna intención maliciosa contra él. Por esa razón le permitía acercarse y también había dejado que lo dejara inmóvil por unos minutos.
Deslizó sus dedos por su cabello liso y oscuro.
Jamás había sentido un cabello tan sedoso, como la mejor tela de satín. Incluso resbalaba de sus manos.
Sonrió, fascinado.
Fue la primera vez que sintió curiosidad por alguien. Y vaya que tenía justificación. Desde su comportamiento hasta sus sentimientos, aquella almejita era un personaje bastante interesante. Lo suficiente para mantener en las butacas a cualquier persona que la viera en una actuación en Broadway.
Sus manos se acercaron peligrosamente a su rostro, pero se detuvo en cuanto escuchó la puerta del departamento abrirse. Otto observó la escena, perplejo.
—¿Pero qué…?
Nabil se llevó el dedo índice a los labios, en una señal demandante para que guardara silencio. Otto presionó sus labios. Luego entornó los ojos y dejó la bolsa de medicamentos sobre la mesa del recibidor, mascullando que era mejor que se fuera si quería conservar su paz mental.
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Editado: 15.07.2025