Otto ingresó a la casa con las bolsas llenas de las compras de la semana cuando se encontró con una escena preocupante.
Nabil se hallaba sentado en el mueble, viendo hacia el televisor. La pantalla se encontraba completamente gris y el sonido estático y sordo lo perturbó. Frunció el ceño.
—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué la pantalla está así, si literalmente es una smart TV? —inquirió el escolta con fastidio.
—Busqué el vídeo en YouTube y lo puse. El sonido sordo “calla” tus pensamientos —respondió Nabil, distante. Parecía un zombie; ausente y perdido en la nieve estática en la pantalla.
Otto soltó un resoplido y tomó el control remoto. Había visto muchas veces “El aro”. Si bien estaba acostumbrado a una que otra escalofriante excentricidad de los Pendragón, no estaba dispuesto a permanecer en esa casa con ese sonido y esa imagen que revivía los terrores de su infancia.
Apagó el televisor. Nabil alzó la mirada, aún distante.
—¿Por qué necesitas “callar” tus pensamientos? —cuestionó.
El príncipe pareció caer en la realidad ante su pregunta. Su rostro se tornó frío y sombrío.
—Creo…, que me gusta Odile.
El escolta suspiró y lo miró, aburrido—. ¿Y bien?
—¿Cómo que “y bien”? —cuestionó incrédulo—. ¡Quiero robar su sodalita! ¡¿Cómo podría hacerlo si realmente me gusta?! Ya sabes cómo soy cuando alguien me gusta —se lamentó con dramático pesar.
—Cómo olvidarlo… —masculló Otto, cansino—. La última vez, compraste zapatillas de ballet de todos los colores para esa estudiante de ballet en New York. Y antes de ella, hiciste personalmente todo un invernadero para esa amateur de Ópera. Caíste sobre un cactus y tuve que sacarte todas las espinas de la mano.
—Y la de mis nalguitas también.
—Lo omití con toda la intención de querer olvidarlo.
—Ludmila flechó mi corazón con ese cabello pelirrojo y la forma en que bailaba —rememoró, sonriente—. Y Dayana, tenía una voz hermosa… Una lástima que fueran tan…, asfixiantes.
—Ah sí, claro, muy asfixiante por sugerirte conocer a sus suegros o querer indagar sobre tus sentimientos.
—¿Verdad que sí?
—Era una pregunta retórica.
—No entiendo tus palabras literarias, ya lo sabes —dijo, fingiendo demencia—. Pero el punto es, que precisamente porque sé cómo me comporto cuando una chica me gusta, es que temo no poder actuar sobre mis propios intereses —expuso, preocupado—. Realmente quiero esa sodalita…
—Su alteza, es la tercera chica que le gusta en lo que va de…, semestre —dijo, tranquilo—. Es un hombre bastante enamoradizo por naturaleza. Le aseguro que, en cuanto sus sentimientos sean correspondidos o la idealización que tiene de ella desaparezca, podrá actuar como le plazca.
—Tienes toda la razón —dijo, asintiendo convencido—. Lo primero que tengo que hacer, es desencantarme de lo que me ha llamado la atención de ella.
“¿Desencantarse?”, pensó Otto. Ni siquiera preguntaría en voz alta.
—Es la primera vez que tengo curiosidad por saber qué hizo que una chica te gustase.
El escolta se había criado con Nabil. Conocía la eterna inclinación del príncipe por las sensaciones que le provocaba enamorarse. Siempre había sido un detallista y romántico empedernido, amante de las mariposas en el estómago y los estremecimientos.
Siendo también amante del arte y de la ciencia (y el no poder ver el rostro de las personas y solo sus sentimientos), Nabil solía sentirse atraído por atributos como el cabello, la voz, el aroma y el cuerpo.
Para Otto, Odile era la chica más extraña que había visto en su vida. Su voz no tenía un tono especial, al contrario, era como un susurro monótono y sin emoción alguna que casi nunca podía escuchar porque parecía muy tímida. Su cabello era muy liso y negro, un color que no le agradaba a Nabil y que también estaba presente en casi toda su vestimenta. No tenía un aroma especial ni un cuerpo esbelto y tartamudeaba cada vez que tenía oportunidad. No encajaba en los requisitos que Nabil tenía para el tipo de chicas que le atraían; mujeres que lucían como princesas de cuentos de hadas. Tal vez no por la belleza de su rostro, pero sí por otros atributos.
Ella parecía más una bruja de Salem.
—Creo que lo que me gusta de ella es… —comentó Nabil. Otto lo miró, expectante—. Creo que es…—El príncipe lo meditó por unos segundos, con los ojos entrecerrados—. Es…
—Dilo ya.
Chasqueó sus dedos y lo señaló—. Acabo de recordar porque puse el video de estática de televisor viejo; ¡es porque no logro saber qué es lo que me gusta de ella!
—Eso es ridículo.
—Dímelo a mí —dijo, exasperado—¡Ya sé! Salvó mi vida.
—Porque casi te mata primero.
—Sí, también pensé eso… ¿Qué tal…? ¡Le gusta bucear como yo! Sí, debe ser eso. ¿Debería invitarla a bucear? Si no lo hace bien, seguro me desencantaré, ¿verdad?
—Claro.
—Ya está —sonrió, victorioso. Palmeó la espalda de su escolta y sus ojos brillaron, emocionados—. Haré las diligencias necesarias para asegurarme de reservar un cenote solo para nosotros. Para desencantarme, claro está.
—Por supuesto.
—¡Nos vemos!
El escolta lo vio alejarse, reflexivo.
Nabil…
Precisamente por haberse criado con él y ser el testigo principal de sus amoríos, comprendía que aquella situación no era como las otras.
—Es la primera vez que te esfuerzas arduamente para dejar de sentir “gusto” por una chica… —comentó para sí mismo.
Nunca antes Nabil había desconocido las razones de uno de sus tantos enamoramientos.
O realmente no lo sabía o el significado era mucho más profundo que cualquier otro sentimiento superficial y por eso, él mismo se negaba a aceptarlo.
Ambas posibilidades le preocuparon.
De todas las chicas en el mundo, Odile era la única con la que no podría estar.
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Editado: 16.10.2025