Besos de Sangre

Capítulo 2: Ecos del Presente

El mundo está lleno de maravillas.
Tardé siglos en darme cuenta de que mi vida era mucho más que sombras.
Aquellos primeros años después de mi transformación fueron borrosos, confusos… llenos de hambre, de miedo, de poder mal entendido. Apenas los recuerdo, y quizá sea mejor así.

He caminado por reinos ya olvidados, he danzado bajo lunas que ya no existen, he visto imperios nacer y caer, hombres prometer eternidad y morir al alba. Viví intensamente. Amé y destruí. Pero con el tiempo, aprendí que incluso los monstruos pueden hallar su propósito.

Fue en México donde finalmente decidí quedarme.

Hay algo en esta tierra que vibra con mi alma antigua.
Tal vez es su mezcla de muerte y vida, de fuego y ternura. Tal vez es su gente, cálida, feroz, generosa. O tal vez… es simplemente el mar.
Aquí me siento un poco más cerca de lo que una vez fue mi hogar, una isla perdida en el mar caribe.

La Isla de Kairimá flotaba como un secreto entre las corrientes del Caribe, rodeada por un anillo de arrecifes que solo nosotros, los nativos, sabíamos sortear. Vista desde el cielo, parecía una esmeralda irregular, con selvas densas en el interior y costas de arena dorada que chispeaban con la luz del sol.

El corazón de la isla era un volcán extinto, cuyas faldas estaban cubiertas de árboles altos, enredaderas floridas y una neblina suave que olía a frutas maduras. Desde sus alturas nacían ríos cristalinos que se deslizaban como venas de agua por todo el territorio, formando cascadas ocultas y pozas sagradas.

Su gente, mi gente, los Kaimalí, eran de piel tostada por el sol, ojos oscuros y profundos como cuevas marinas, y cabelleras largas, muchas veces adornadas con plumas o cuentas de coral. Vivíamos en armonía con la naturaleza, recolectabamos frutos silvestres, pescabamos en canoas talladas a mano y cultivabamos plantas medicinales en terrazas naturales. Nuestras viviendas eran chozas circulares de madera y palma, elevadas ligeramente del suelo y decoradas con tejidos de colores brillantes.

Las mujeres eran sabias, fuertes y respetadas; los ancianos eran los guardianes de las historias, que contaban al calor del fuego cada luna llena. El día comenzaba con cantos a los espíritus del mar, y terminaba con danzas frente a antorchas, al ritmo de tambores hechos con piel de iguana y madera sagrada.

La vida era tranquila y llena de júbilo, bajo el sol de la playa y entre la sombra de los árboles.

Pero ahora vivo en Cancún, en una mansión blanca que se asoma al océano como una reina cansada. Hay poco personal. No necesito mucho. No tengo amigos. Solo aliados, socios, gente que viene y va sin dejar huella. Prefiero así.

Estudié muchas cosas a lo largo de los años. Historia, botánica, lenguas antiguas… pero fue la medicina la que me atrapó. Curar en lugar de matar. Salvar en vez de condenar. Quizá era mi manera de redimirme. Hoy soy doctora, aunque nadie conoce mi verdadero nombre ni mi verdadero origen. Dirijo varias clínicas privadas distribuidas por todo el país. Y gran parte de mis ingresos van a fundaciones que protegen a los pueblos originarios. Mi gente. Mi pasado.

Pensé que nada podía sacudirme ya.
Hasta que lo vi.

Fue en una visita rutinaria a una de mis clínicas en el centro del país. Caminaba por los pasillos como siempre, revisando informes, saludando médicos, cuando lo vi al fondo del corredor: un joven residente con bata blanca y cabello revuelto. Estaba sonriendo. Pero no fue la sonrisa lo que me paralizó.

Era su rostro.
Eran sus ojos.
Era él.

Mi corazón —ese órgano que ya no late— se estremeció.
Y entonces supe que debía saber quién era.



#1230 en Fantasía
#722 en Personajes sobrenaturales

En el texto hay: vampiros, , romance

Editado: 12.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.