Esa noche no regresé a Cancún.
El cielo estaba nublado, como si incluso las estrellas supieran que algo había cambiado. Me hospedé en un hotel discreto, uno de los tantos que solía utilizar para mis visitas breves. Desde mi habitación, con vista a la ciudad, pedí el expediente del interno.
Nombre: Mathis Dubois.
Edad: veinticinco años.
Origen: Lyon, Francia.
Residencia actual: México, becado por un convenio entre universidades. Había solicitado la beca alegando motivos económicos; su familia, aunque honorable, apenas podía costear los estudios en su país natal. Había elegido la pediatría. Amaba a los niños, según las cartas de recomendación.
En las entrevistas, lo describían como brillante, dedicado… y algo solitario.
Nada fuera de lo común. Y, sin embargo, todo era demasiado parecido. Su rostro era el eco de otro que había amado siglos atrás. Esa coincidencia dolía como una vieja herida mal cerrada.
Al amanecer, tomé una decisión.
Convocaría a todos los internos a una reunión especial.
Una charla de motivación, una forma de observarlo de cerca sin levantar sospechas. Había que saber si era algo más que una simple reencarnación de mis recuerdos… o solo un joven que tuvo la mala suerte de parecerse a un fantasma.
La sala se llenó rápido. Algunos llegaron tarde, bostezando. Otros tomaban notas aunque yo aún no había dicho nada. Me puse de pie frente a ellos y hablé como lo había hecho tantas veces antes:
—La medicina no es solo ciencia —dije—. Es humanidad. Es la única forma de tocar una vida y cambiarla para siempre. Ustedes no han elegido un camino fácil, pero sí uno noble. Recuerden siempre: no basta con saber, hay que sentir. Y no basta con curar… hay que cuidar.
Lo vi. En la segunda fila. Escuchaba con atención, con esa intensidad que recordaba demasiado.
Al final, lo llamé a mi despacho. Necesitaba verlo de cerca. Confirmar. Descartar. Entender.
—Adelante —le dije cuando golpeó la puerta.
Entró con paso seguro pero respetuoso. Traía su bata bien abotonada, una carpeta bajo el brazo, y esa mirada franca que me descolocaba. Tenía el rostro de alguien que aún no ha sido herido del todo por el mundo.
—¿Me llamó, doctora? —preguntó.
—Sí. Siéntese, por favor. Quería hablar con usted personalmente. Me pareció interesante su caso… Mathis Dubois, ¿cierto?
—Sí, señora.
—Dra. Méndez —corregí con suavidad—. No me gustan las jerarquías innecesarias, pero me gusta que recuerden quién está a cargo.
Él asintió, incómodo por un momento. Yo lo estudié en silencio. Podría haber sido él… si el destino hubiera sido menos cruel.
—Entonces, Mathis —dije finalmente, cruzando las piernas con elegancia—, ¿por qué México?
Se lo pensó un segundo.
—Bueno, la verdad es que… en Francia, estudiar medicina es costoso. Mis padres tienen un restaurante en Lyon, nada lujoso, pero muy querido. Siempre me apoyaron, pero no podían con los gastos completos. Cuando supe de la beca aquí… fue como una señal.
—¿Una señal?
—Sí. No lo sé. Siempre he sentido algo especial por este país. Por su historia. Por sus culturas antiguas. Algo en mí… lo reconocía.
Una vibración sutil me recorrió la piel. Me incliné un poco hacia adelante.
—¿Y por qué pediatría?
Sus ojos brillaron. No lo fingía.
—Porque los niños merecen una oportunidad real. Son lo más puro del mundo. Si logramos cambiar el comienzo, quizá el final no duela tanto. Me gusta la idea de ayudar a formar vidas, no solo de salvarlas.
No supe qué decir de inmediato. Hacía tanto que no escuchaba algo tan... sincero.
—¿Tienes hermanos?
—Una hermana menor. Camille. Es estudiante de arquitectura. Y el alma de la casa.
—¿Y después de graduarte?
—Quiero seguir especializándome. Quizás quedarme un par de años más. Luego… no sé. Tal vez volver. Tal vez no.
—¿No tienes prisa por regresar?
—No —respondió con un encogimiento de hombros—. Aquí me siento… completo. Como si ya hubiera vivido algo aquí antes. No me pregunte por qué.
Yo asentí lentamente, sin mirarlo directamente.
La voz me tembló apenas al hablar:
—A veces el alma recuerda cosas que la mente no puede explicar.
Él sonrió. Yo no.
Lo despedí con una excusa, pero lo vi salir como si su figura se desvaneciera en el tiempo.
Era solo un chico.
Nada más.
Y aún así… todo en mí gritaba que no lo dejara ir.
Pero debía hacerlo. Por su bien.
Porque si él seguía cerca…
el pasado podría no quedarse en el pasado.