Después del recibimiento en la playa, los extranjeros se quedaron varios días en nuestra aldea. Mi padre, el cacique Yalúk, les ofreció alimento, cobijo y espacio para instalarse. Ellos, a cambio, compartieron metales brillantes, herramientas desconocidas y palabras que apenas entendíamos. Algunos de los nuestros se burlaban de su torpeza. Otros, como yo, los observábamos con curiosidad… o con algo más.
Él no hablaba mucho.
Lo llamaban Beaulieu, aunque no supe su nombre completo hasta mucho después. Su piel era pálida como las nubes antes de la tormenta. Su andar, silencioso, casi flotante. Sus ojos, dos pozos profundos de un gris imposible, como piedra mojada bajo la luna.
Me encontraba a menudo con su mirada. No era casualidad. No era coincidencia.
Una noche, mientras el fuego crepitaba en el centro de la aldea y se compartían danzas y relatos en honor a los visitantes, me alejé hacia la playa. Me gustaba sentir la arena tibia entre los dedos y oír el murmullo constante del mar, como una canción que nunca termina.
No estaba sola.
—Tu gente baila como si no temiera nada —dijo una voz detrás de mí, en mi lengua. Con un acento marcado… pero clara.
Me giré, sorprendida. Era él.
Lo había escuchado hablar en su idioma extraño, pero jamás en el nuestro.
—Aprendí observando. Escuchando. He estado en más islas antes de esta.
—No pareces como los otros —respondí, sin acercarme demasiado.
Él sonrió, y algo en esa sonrisa me erizó la piel.
—Yo no soy como los otros.
Guardé silencio. No sabía si debía tener miedo o seguir hablando. Él dio un paso más cerca, pero su presencia no me asfixiaba. Era… suave. Hipnótica.
—¿Tienes nombre? —preguntó.
—Ailani —respondí. Significa “la que nace del cielo” en nuestra lengua. Mi madre decía que me soñó antes de tenerme.
Él inclinó la cabeza con respeto.
—Un nombre hermoso para una criatura que no parece de este mundo.
El halago no me hizo sonreír, pero me mantuvo ahí. Su voz era como una caricia tibia, pero su mirada… su mirada tenía siglos.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tienes nombre?
—Lo tuve. Hace mucho tiempo. Pero puedes llamarme Étienne.
Étienne.
Sonaba como un hechizo.
—¿Qué eres? —le pregunté, sin pensar.
No se sorprendió. Solo desvió la vista al mar.
—Alguien que olvidó cómo se siente el sol.
Alguien que no debería haberte mirado.
No entendí todo en ese momento, pero algo en mí sí lo hizo. Un susurro interno. Una advertencia.
Pero no me fui.
—¿Por qué me miras así?
Su respuesta fue inmediata:
—Porque cuando te vi… recordé lo que era estar vivo.