Soñé con él.
Por primera vez en siglos, su rostro volvió a mi mente. No en forma de pesadilla, sino como un recuerdo nítido, punzante. La forma en que decía mi nombre. Su voz suave. Su tacto frío. Sus ojos… eternos.
Al despertar, no necesitaba decirlo en voz alta.
Sabía exactamente por qué había vuelto.
Durante años, me alimenté con elegancia. Las clínicas ofrecían donaciones voluntarias, reservas reguladas, sangre estéril y etiquetada. Un sistema perfecto que me permitía conservar el equilibrio. Nunca era suficiente… pero bastaba.
Aprendí a vivir con el hueco en la garganta, esa quemadura sorda que me recordaba quién era en realidad.
Pero esa noche…
la quemadura se hizo fuego.
Me observé en el espejo. Mis ojos estaban más oscuros. Mis colmillos, apenas extendidos, rozaban el borde de mi autocontrol. Hacía demasiado tiempo que no salía. Demasiado tiempo fingiendo ser algo que ya no era del todo.
Me vestí con sencillez. Negro. Siempre negro.
El cabello suelto. Una sombra en los ojos. Una sonrisa ensayada.
Y salí.
La discoteca no estaba lejos. Ruidosa, sudorosa, cargada de perfumes baratos y deseos más baratos aún. Luces parpadeantes como relámpagos de neón. El tipo de sitio donde nadie recuerda los nombres… ni lo que ocurrió.
Lo vi enseguida.
Joven, atractivo, con el pulso acelerado por algo más que la música. Sus pupilas dilatadas. Su risa quebrada. Perfecto.
Me acerqué.
Una mirada, una palabra en el oído, una caricia ligera en el brazo. No necesitaba más.
Yo no seducía. Yo cazaba.
Salimos entre risas. Él creyó tener suerte. No tenía idea.
En el callejón lateral lo besé, solo para distraerlo. Mis manos bajaron por su brazo, tomé su muñeca con delicadeza. Allí, en esa zona donde la piel es más fina y las venas cantan, hundí los colmillos con precisión quirúrgica.
Nunca del cuello. Nunca de donde pueda matarlos.
No soy un monstruo. No del todo.
La sangre era cálida, espesa… un poco enturbiada por las drogas, sí. No tenía el sabor vibrante de la sangre limpia, pero era mejor que la de hospital. Era humana. Era viva.
Y era mía.
Solo lo suficiente. Lo justo.
Luego lo acomodé en el asiento del taxi, le di la dirección que él mismo me había dicho entre susurros torpes, y me aseguré de que entrara en su casa. Hasta lo arropé.
Dormiría como un niño. Al día siguiente, quizá tendría dolor de cabeza, una marca leve en la muñeca. Nada más.
Yo volví a casa…
y por primera vez en mucho tiempo, me sentí saciada.
Pero en el fondo, sabía que no era solo hambre lo que me había llevado allí.
Era algo más antiguo.
Más peligroso.
Y tenía nombre.
Étienne.