Dormí poco.
Menos de lo habitual.
A eso de las tres de la madrugada, comenzaron a llegar más heridos. Una familia entera atrapada bajo los escombros. Una madre con fracturas múltiples. Un niño inconsciente. Y un joven con hemorragia interna que, pese a todos nuestros esfuerzos, no pudimos salvar.
Intentamos reanimarlo por casi veinte minutos. No fue suficiente.
Aun después de siglos, la muerte todavía me dolía… cuando no era yo quien la provocaba.
Me sorprendía el nivel de autocontrol que había desarrollado. La sangre estaba por todas partes: fresca, caliente, viva. Y sin embargo, no era para mí.
No esta vez.
Yo no cazo en hospitales.
El amanecer trajo silencio. Un silencio denso, como si el edificio entero exhalara al mismo tiempo. Lo peor había pasado.
O al menos, eso queríamos creer.
Pasé el día entre papeleo, referencias médicas, informes al gobierno y llamadas interminables con instituciones de salud. Nadie me decía qué hacer, pero todos esperaban que yo resolviera todo.
En la tarde, ofrecí una rueda de prensa.
Rostro sereno, bata blanca.
Dije lo que debía: que el hospital había respondido con eficacia, que el personal fue excepcional, que estábamos preparados para emergencias de esa magnitud. Felicité a todos. Mencioné nombres. Sonreí para las cámaras.
Mentí donde había que mentir.
Y terminé la jornada.
Cuando estaba por marcharme, agotada y deseando solo silencio… lo vi.
Mathis, apoyado en la puerta del pasillo de administración, aún con la bata algo arrugada, ojeroso pero sonriente.
—¿Se va ya, doctora? —preguntó.
—Eso intento. Aunque sospecho que si doy un paso más, alguien vendrá con otro formulario.
—Entonces… permítame hacerle una oferta irresistible.
Levanté una ceja.
—¿Un contrato millonario? ¿Un helicóptero a la Riviera Francesa?
—Una cena.
Esta noche.
Conmigo.
Lo dijo sin nervios, con esa seguridad tranquila que pocas veces se ve en un hombre de su edad.
Yo dudé. Por instinto. Por naturaleza.
Él tenía veinticinco años
Demasiado joven.
Demasiado humano.
Y sin embargo…
—¿Una cita? —dije, dejando que la palabra flotara.
—No tiene que llamarlo así —respondió, encogiéndose de hombros—. Solo dos colegas que sobrevivieron una catástrofe. Y que podrían merecer un par de horas sin hospitales, sin sangre… sin muertos.
Lo miré largo rato. Pensé en Étienne. En los siglos de soledad que había construido con orgullo. En todo lo que podía salir mal.
Y no me importó.
—Está bien —dije finalmente—. Una cena.
Él sonrió. Un poco sorprendido. Un poco encantado.
—¿La recojo a las ocho?
—No. Te veo allá. En el restaurante de la esquina… donde hacen la pasta buena.
—Perfecto —respondió, y se alejó con el paso ligero de quien acaba de ganar algo que no esperaba.
Yo cerré los ojos por un segundo.
Sabía que era una mala idea.
Sabía que él no tenía idea de lo que estaba haciendo.
Y aún así…
Fui a prepararme para la cita.
Ya lidiaría con las consecuencias después.