Besos de Sangre

Capítulo 11: Promesas Rojas

Pasaron semanas desde aquel encuentro bajo la luna.
Étienne y yo comenzamos a vernos con más frecuencia, siempre al anochecer. Nunca durante el día.

Al principio no me pareció extraño —algunos de los extranjeros dormían hasta tarde o decían estar enfermos del estómago—, pero pronto se volvió evidente: él jamás salía a la luz del sol.

—¿Por qué nunca vienes al río con nosotros? —le pregunté una noche, mientras mis dedos trazaban líneas sobre su antebrazo.

—Mi piel no tolera bien el sol —respondió con suavidad—. Es una condición… hereditaria.

—¿Y por qué nunca comes nada cuando te invitan a los banquetes?

Él me miró largo rato, como si sopesara si mentirme o no.

—Porque ya no necesito comida.
Solo te necesito a ti.

Y yo quise creerlo.

A pesar de mis dudas, me enamoré. O quizás ya lo estaba desde antes.
Lo amé en silencio primero, luego con palabras susurradas entre las palmas, con miradas robadas durante los rituales, con caricias que desafiaban el juicio de las ancianas.

Una noche reuní el valor y le conté a mi padre.

—Me he enamorado, Yalúk —le dije—. Y él me corresponde. Quiero que me permita estar con él.

El cacique, mi padre, me observó con rostro severo. Aquel hombre, que podía enfrentarse a tormentas sin pestañear, pareció sacudido por mi confesión.

—¿Hablas del extranjero? —preguntó con desdén.

—Se llama Étienne. Y no es como los otros.

—¡Precisamente por eso! —rugió—. No es uno de nosotros. No conoce nuestros dioses, nuestra sangre. No puede darte un futuro, ni pertenecer a la estirpe de los hijos del mar.

—¡Yo lo elijo, padre!

—No lo puedes tener. Ya se ha decidido tu unión con Nikanor. La boda se celebrará en tres noches.

La noticia me quebró por dentro.
Nikanor era fuerte, justo… pero yo no lo amaba.
No como amaba a Étienne.

Aquella misma noche, entre lágrimas, corrí hacia él.

—Nos quieren separar —le dije—. Quieren que me case con otro. En tres noches.

Sus ojos, normalmente templados como hielo, brillaron con un destello oscuro.

—Entonces no esperaremos. Esta misma noche… huiremos.

—¿Adónde?

—No importa. Lejos. Donde nadie pueda separarnos.

Y acepté. Por amor. Por locura.

Pero el destino ya había decidido otra cosa.

Antes del amanecer, mientras recogíamos nuestras cosas en secreto, los tambores de alerta comenzaron a sonar. Otro barco había aparecido en el horizonte. Su silueta era diferente, más robusta, más siniestra.

Mi pueblo, fiel a la tradición, salió a recibirlos con cantos, con collares de flores, con las manos abiertas.
Pero aquellos hombres no venían por alianzas.
Venían por territorio. Por esclavos. Por muerte.

Los primeros disparos fueron confusión.
Después, horror.

Vi a mi gente caer, uno por uno.
Mi padre intentó resistir, pero fue atravesado por una lanza.
Las mujeres corrían, los niños gritaban.
Yo traté de defender a una anciana… y sentí el filo de una espada abrirme el costado.

Caí.

El mundo se volvió rojo.
El mar, rojo.
El cielo, rojo.

Y entre el grito de las gaviotas y el fuego, vi a Étienne.
Sus ojos no eran ya humanos.
Su boca estaba manchada de sangre.
Su grito hizo temblar la tierra.

Uno por uno, los invasores cayeron.
Él los despedazó como si el infierno mismo lo poseyera.
Pero no fue suficiente.
Porque yo me estaba muriendo.

Se arrodilló a mi lado.
Me sostuvo en sus brazos.

—No... —susurré—. No quiero que me recuerdes así…

—No voy a recordarte.
Voy a salvarte.

Sus colmillos brillaron al borde de mi cuello.
Su voz era un eco antiguo.

—Perdóname.

Y todo se volvió oscuridad.



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En el texto hay: vampiros, , romance

Editado: 12.05.2025

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