La mañana siguiente, me dirigí al hospital con el rostro de la directora y la mente de alguien que no había dormido del todo.
La noche con Luan había despejado mi sed, sí… pero no la tormenta que llevaba dentro.
La prensa esperaba respuestas. Había informes que revisar, indemnizaciones que autorizar, protocolos que reforzar. Podía haber delegado todo aquello, pero no lo hice.
¿Quería hacer el trabajo por mí misma… o solo quería ver al residente?
La pregunta flotó en mi mente como un susurro incómodo.
La mañana pasó sin señales de Mathis. “Debe estar ocupado”, pensé. Aunque él no era el único: yo misma firmaba documentos, hablaba con reporteros, analizaba presupuestos. Pero mis sentidos agudizados, mi oído atento, mis reflejos finos… todo seguía rastreándolo.
Mis habilidades no habían disminuido con el tiempo.
Al contrario. Aunque comenzaba a notar ligeros rasgos del paso de los años por mi rostro, no, debía ser impresión mía.
Mi cuerpo era perfecto. No por vanidad, sino por evolución.
No me cansaba. No olvidaba. Mi fuerza y velocidad eran superiores a cualquier ser humano. Puedo escuchar una conversación al otro lado del edificio si lo deseo, distinguir el ritmo cardíaco de cada paciente, o escribir veinte correos en cinco minutos sin un solo error.
Claro, también aprendí a simular.
Caminaba despacio. Me tomaba pausas. Fingía respirar con ansiedad cuando debía mostrar emoción. Había perfeccionado el arte de parecer humana.
Pero, a veces… me permitía pequeñas licencias.
Un paso rápido entre pasillos. Una solución resuelta antes de que los demás notaran el problema. La velocidad con la que había ascendido como médica, empresaria y CEO no era solo talento ni estrategia. Era naturaleza… y hambre bien dirigida.
A diferencia de otros vampiros, yo podía soportar el sol matutino, e incluso disfrutarlo.
Y algo más: podía comer. No mucho. Carne poco cocida, líquidos, frutas, sopas suaves… y café. Un lujo que me recordaba que no todo en mí estaba muerto.
Fue casi al final de la tarde cuando lo vi.
Mathis. Estaba hablando con una aeñora mayor, abuela de alguno de sus pacientes supuse, con una ternura que me conmovió más de lo que debería. Sonreía. Asentía. Le ofrecía seguridad con solo estar ahí.
Me quedé a la distancia. Observando.
Cuando la consulta terminó, se despidió con un gesto amable y me vio.
Caminé hacia él.
—¿Te quedan fuerzas para una última tarea? —pregunté, con una sonrisa suave.
—Claro —respondió, curioso—. ¿De qué se trata?
—Ven a mi casa esta noche. Hay algo que me gustaría mostrarte.
Vi la chispa en sus ojos. Ni deseo ni miedo. Solo una mezcla inquietante de confianza… y destino.
En cuanto las palabras salieron de mi boca, supe que me arrepentiría.
Pero ya era demasiado tarde para echarme atrás.