La sed.
No era solo en la garganta. Era en cada célula, en cada hueso, en cada pensamiento. No podía ignorarla, no podía razonar con ella. Era como si algo dentro de mí gritara, arañara mi carne desde adentro. Me doblé por un instante, jadeando, como si estuviera ardiendo viva por dentro.
—Ya no puedes esperar más —dijo él, mirándome con seriedad—. Si no te alimentas, morirás esta misma noche.
Lo supe. Lo sentí.
Salimos de la gruta sin hablar más. Apenas dimos unos pasos y ya estábamos en lo alto del volcán. No sé cómo llegué ahí. Solo recuerdo el viento en mi rostro y la sensación de volar.
Corría.
Corría como jamás había imaginado que un cuerpo humano pudiera hacerlo. Cada zancada cubría metros, quizás más. El mundo pasaba borroso a mi alrededor, pero yo lo veía con claridad. Cada hoja, cada insecto, cada partícula de polvo flotando en la noche. Todo era mío. Todo era visible.
Mi cabello negro volaba tras de mí como una bandera salvaje. Sentía cómo el viento lo empujaba, lo acariciaba, lo celebraba. Mi piel morena —la misma que antes se ocultaba del sol ardiente— brillaba ahora con la luz fría de la luna. Parecía encendida desde adentro. Me sentía hermosa. Salvaje. Eterna.
Y entonces, los olores.
Una nube de información invadió mis sentidos. El sudor de un mono en lo alto de un árbol, el miedo de un ave dormida, la sangre latiendo bajo la piel de un venado que bebía en un arroyo cercano.
—Siente la pulsación —dijo él, a mi lado, corriendo sin esfuerzo—. Elige bien. El primer alimento define muchas cosas.
Mi cuerpo eligió por mí.
Me lancé.
No pensé, no dudé. Mis músculos se movieron como si llevara siglos haciéndolo. En un parpadeo, estuve sobre la criatura. Un jabalí joven. No tuvo tiempo de correr.
Mis colmillos —que hasta entonces no había notado— se alargaron como una promesa y se hundieron con facilidad.
El sabor… el sabor fue como un rugido de fuego líquido en mi garganta.
La sangre entró como un río de lava. Caliente. Viva. Latiendo.
Mi cuerpo se tensó primero… luego se abrió como una flor en llamas. Cada músculo se llenó de fuerza, cada nervio cantó. La sed se calmó… solo por un segundo.
Y entonces vino la necesidad de más.
Me levanté con los labios manchados de rojo, los ojos ardiendo, el corazón inexistente pero rugiendo en el pecho. Solté un jadeo que no parecía humano y corrí de nuevo.
Encontré un ave dormida. No bastó. La desangré en segundos.
Un ciervo. Un reptil. Un mono. No importaba. Quería más.
Mi mente gritaba que me detuviera, pero mi cuerpo era una tormenta desatada. Corría por la selva con una gracia letal, el cabello ondeando, la luna acariciándome como si también ella celebrara mi nacimiento.
Hasta que lo vi.
Él estaba de pie, observándome con los brazos cruzados. Sus ojos brillaban con una mezcla de respeto… y orgullo.
—Eres mía —susurró—. Y serás más de lo que jamás imaginé.
Caí de rodillas entre raíces y hojas húmedas. Mis manos temblaban de placer, mi pecho subía y bajaba como si aún necesitara respirar. La sangre aún danzaba en mi interior, como un vino prohibido.
Por primera vez desde que desperté, sonreí.
—Ahora entiendo —le dije, la voz más ronca, más profunda—. Esto… esto es poder.
Él asintió, acercándose con calma.
—Y apenas es el comienzo.