La ciudad no tenía nada que ver con mi isla. Ni los colores, ni los sonidos, ni el aire. Pero el olor de la sangre… ese era el mismo. Siempre el mismo.
Había pasado siglos perfeccionando mi control. Aprendí a contenerme en medio de quirófanos, pasillos llenos de heridos, bancos de sangre, y cafés amargos en salas de descanso. Nadie sospechaba. Nadie se atrevía a imaginar lo que soy.
Pero esa noche, mientras lo veía entrar a mi casa, su bata arrugada bajo el brazo, su cuello expuesto, su sonrisa tímida y cansada… lo supe.
Me estaba tentando.
—¿Quieres algo de beber? —le pregunté, sabiendo que era yo quien tenía sed.
—Agua está bien —dijo, dejándose caer en el sofá, sin imaginar que estaba sentándose en la boca del lobo.
Caminé hasta la cocina con calma, aunque mi mente era un torbellino. Él no sabía. No podía saberlo. ¿O sí? Había algo en su mirada esa tarde en el hospital… algo curioso. Como si intuyera que yo no era como los demás.
Lo observé desde la penumbra de la cocina. Su pulso era tan claro para mí como un tambor. Cada latido me golpeaba el pecho. Mi cuerpo reaccionaba como si el hambre de aquella primera noche en la isla aún ardiera en mí.
Me apoyé en el mármol frío, cerré los ojos.
Control. Disciplina. Eternidad.
Respiré hondo. No porque lo necesitara, sino porque fingir respirar ayuda a mantenerme humana. A recordar que no todo está perdido. Que aún puedo elegir.
Volví con el vaso. Él me sonrió. Y ahí estaba de nuevo: la vena palpitando en su cuello. El aroma de su sangre, dulce, limpia, joven.
—Gracias —dijo—. Me hacía falta un descanso. El hospital está lleno de caos.
—Lo sé —respondí, sentándome frente a él—. El caos es… familiar para mí.
—¿Siempre fuiste así de… tranquila?
Tragué saliva. Tranquila no. Mil veces no.
—Digamos que aprendí a contener tempestades —dije, con una sonrisa que no llegó a mis colmillos.
Él me miró un segundo más de la cuenta. Me incomodó. O me gustó. No sé.
—¿Sabes? —dijo— Hay algo en ti… No sé cómo decirlo. Como si cargaras con más historia de la que parece.
Lo miré fijamente. Por un momento, quise contarle todo. El volcán. La caza. La sangre. La isla. Él.
Mi creador.
Pero no lo hice.
—Hay heridas que no dejan cicatriz, pero nunca dejan de doler —dije, bajando la mirada.
Él asintió. No entendió, pero fingió que sí.
Y fue en ese momento que lo supe.
Estaba empezando a importarme.
Y eso… eso era aún más peligroso que la sed.
La cena estaba servida.
El gran comedor se abría hacia la terraza como si quisiera fundirse con el mar. Las paredes eran blancas y lisas, adornadas con algunas obras discretas que escondían siglos de historia. El ventanal abierto dejaba entrar el murmullo constante de las olas. La luna se reflejaba en el agua como una segunda invitada, muda y brillante.
Él se sentó frente a mí, fascinado.
—Esto parece sacado de una película —dijo, mirando alrededor—. No sabía que vivías así. Es… impresionante.
—Me gustan los lugares donde el pasado puede respirar tranquilo —respondí, sirviéndole.
—Y hueles delicioso. Digo, esto huele delicioso —se corrigió, riendo nervioso.
Lo observé un momento, sonriendo por dentro.
—Tomé un curso de cocina en Italia —dije, sentándome frente a él.
—¿En serio? —Abrió los ojos, encantado—. Eso explica por qué esta pasta sabe mejor que en cualquier restaurante.
Asentí.
—Fue hace algunos años…
Hace casi cuarenta, pensé. Roma, 1986. El chef tenía un alma rota y un amor eterno por el ajo. Yo solo buscaba una excusa para pasar por humana.
No di más detalles.
Comimos entre risas y anécdotas del hospital, aunque solo prové la carne.
Me hablaba de los otros residentes, de sus guardias, de una enfermera que siempre se robaba las galletas de la sala de descanso. Me gustaba escucharlo. Su voz tenía una música sencilla, sin pretensión.
Cuando terminamos, tomé una botella de vino y lo guié hasta la terraza. La noche era perfecta. La brisa olía a sal y buganvillas. Encendí una pequeña lámpara cálida sobre la mesa de piedra. Él se recostó en la silla, relajado, con la copa entre los dedos.
—¿Sabes? —dijo, mirándome con esa expresión que empezaba a hacerme daño—. Cuando llegaste al hospital, pensé que eras la típica doctora perfecta y distante. Pero ahora… ahora no tengo idea de quién eres.
Le di un sorbo lento al vino. Podía beberlo. No lo necesitaba, pero el ritual me ayudaba a mantener el disfraz.
—¿Y eso te asusta?
—No —dijo, sin pensarlo—. Me intriga.
Nos miramos un segundo más de lo prudente.
Fue él quien se inclinó primero. Sus labios tocaron los míos con una dulzura que no esperaba. El beso fue cálido, honesto. Y por un momento… me dejé ir.
Hasta que su pulso latió contra mi pecho. Y lo sentí.
La sangre.
Mi garganta se encendió. El hambre antigua despertó como una bestia dormida. Me aferré a su camisa, no para acercarlo… sino para detenerme.
Me separé de golpe, jadeando, las pupilas dilatadas.
—No —dije, en un susurro áspero—. No puedo.
Él se quedó inmóvil, confundido.
—¿Hice algo mal?
—No, no fuiste tú. Es… es todo esto. Fue un error. No debiste venir.
—¿Qué estás diciendo?
Me aparté, me levanté con brusquedad. La brisa movía mi vestido como si también protestara.
—Vete, por favor. Necesito que te vayas. Ahora.
—Pero yo…
—¡Vete! —grité. La palabra se quebró en mi garganta como vidrio.
Su rostro cambió. Dolor. Confusión. Pero no ira.
Se levantó sin decir nada más, recogió su chaqueta con las manos temblorosas y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y me miró una última vez.
—No sé qué estás escondiendo. Pero lo que vi esta noche… vale la pena esperarlo.
Y se fue.
Me quedé sola. El mar seguía murmurando, pero ya no me consolaba.