El sol apenas entraba por las persianas cuando abrí los ojos.
No tenía sueño, pero tampoco tenía fuerzas para levantarme. La noche con Luan había dejado marcas —algunas visibles, otras no—. La sangre aún ardía en mis venas, pero ya no con deseo. Solo con la certeza de que, por más que lo intentara, el olvido siempre se desvanecería con el amanecer.
Me quedé en casa. Puse música suave, preparé café que no necesitaba, y me sumergí en informes, casos clínicos, proyecciones de tratamiento, correcciones de artículos médicos. Todo para no pensar. Todo para no sentir.
Cuando el timbre sonó, ya sabía quién era. Mathis.
Lo supe por el silencio que lo acompañaba. Por la brisa que se detuvo. Por el modo en que el aire se volvió más denso, más cálido. Por el olor. Su olor. Lo tenía grabado en la piel. En la memoria.
Me levanté despacio, alisando la blusa sin mirar el espejo.
Abrí la puerta fingiendo sorpresa.
—Oh… eres tú.
Él se quedó un segundo en el umbral, con las manos en los bolsillos. Había una sombra en sus ojos que no estaba ayer. Dolor. O duda.
—Hola —dijo—. ¿Interrumpo?
—Claro que no. Pasa.
Caminó hacia la sala sin necesidad de que se lo indicara. Se sentó en el mismo lugar que la noche anterior. Me senté frente a él, como si estuviéramos repitiendo una escena… pero con un guion distinto.
—Vine porque… necesito entender —dijo, directo pero con amabilidad—. Ayer pensé que… que entre nosotros estaba pasando algo. Pero luego me echaste como si te diera asco. No entiendo. ¿Fui demasiado rápido? ¿Te incomodé?
Su voz era calma, pero sus palabras estaban llenas de confusión. Y de algo más: esperanza.
Me dolió. Porque no podía decirle la verdad.
—No fue eso… —dije en voz baja—. A veces me cuesta… conectar.
—¿Conectar? —repitió—. ¿Pero no fuiste tú quien me invitó? Dijiste que tenías algo importante que decirme.
Me congelé. Maldita sea.
Había olvidado por completo ese detalle.
Pensé rápido. Mentiras no me faltaban, pero ninguna me parecía digna de él. Entonces recordé. La niña.
—Es cierto —dije, sentándome más recta, como si la verdad siempre hubiera estado ahí—. Hay una paciente. Niña. Leucemia mieloide aguda. El caso me inquieta. Es de Bolivia. Y… pensé que tú podrías ayudarme a valorarla.
Él me miró, aún con duda.
—¿Una niña con leucemia?
Asentí.
—El caso es complejo. Está en una zona rural. Diagnóstico confirmado, pero sin recursos. He seguido su evolución por medio de una fundación que apoya estos casos… y pensé que podríamos ir a verla juntos. Como parte de un análisis más clínico. ¿Te interesa?
Sus ojos cambiaron. El desconcierto se disipó, reemplazado por algo más familiar en él: vocación. Compasión.
—Por supuesto. Claro que sí. ¿Cuándo?
—En cuanto podamos. ¿Este fin de semana?
—¿Viajar a Bolivia así de pronto?
—Conozco a las personas adecuadas. Puedo gestionar todo.
Él me observó en silencio por unos segundos. Quizás buscaba una mentira en mi rostro. Pero lo que vio fue otra cosa.
—Está bien —dijo al fin—. Pero… ¿es solo eso? ¿O hay algo más que no estás diciendo?
Mi garganta se cerró.
Quería decirle: Sí. Hay mucho más. Tengo siglos de secretos y una sed que me impide tocarte sin destruirte.
Pero solo pude bajar la mirada.
—Es solo eso —mentí.
Se puso de pie. Aún dudaba, pero me dio una leve sonrisa.
—Entonces me avisas. Voy a prepararme.
Lo acompañé hasta la puerta. Su olor me envolvió otra vez, tan cálido, tan humano. Tan insoportablemente deseable.
—Gracias por venir —dije.
—Gracias por no cerrarme la puerta otra vez.
Se fue.
Y yo me quedé con la maleta de emociones abiertas, el alma a medio tragar, y un pasaje a Bolivia que ya no era solo por una paciente. Sino por él. Por nosotros. O por lo que aún no me atrevía a imaginar.