Besos de Sangre

Capítulo 22: Rumbo al corazón

Todo fue rápido. Cuando se tiene dinero, contactos y no se necesita dormir, organizar un viaje internacional se convierte en un detalle técnico. En menos de 48 horas, el plan estaba trazado: Jet privado. Destino: La Paz, Bolivia. Desde allí, viajaríamos al departamento de Potosí, a una comunidad enclavada entre cerros secos y caminos olvidados.

Él llegó puntual al hangar. Vestía jeans, una chaqueta ligera, y cargaba una mochila de tela gastada. Lo miré desde lo alto de la escalerilla del jet. Por un instante, me recordó todo lo que había tratado de olvidar: lo simple, lo humano, lo posible.

—¿Así que tú tienes un jet privado? —dijo al subir, mirando con asombro el interior decorado con madera pulida, cuero suave y detalles minimalistas.

—Digamos que es parte del trabajo —respondí, con una sonrisa contenida.

Durante el vuelo no hablamos mucho. Él repasaba el expediente de la niña con seriedad. Yo fingía leer un artículo médico mientras escuchaba su respiración. Lenta. Constante. Casi hipnótica.

Aterrizamos en La Paz en medio de un cielo limpio y un aire delgado que te golpeaba al respirar. La ciudad se extendía como un mar de tejados rojizos colgados de las montañas. Caótica. Viva. Irregular.

Allí nos esperaba una camioneta 4x4. Viajamos durante horas por caminos de tierra, subiendo lentamente por laderas serpenteantes y bajando hacia quebradas solitarias. Cada curva dejaba atrás la civilización.

La comunidad se llamaba Quirpinchaca. Una aldea oculta entre los cerros, donde las casas eran de adobe y techos de paja. No había pavimento, ni hospitales, ni electricidad constante. El agua llegaba de un pozo compartido, y la señal de celular era una leyenda urbana.

Los niños corrían descalzos. Las mujeres cocinaban en ollas negras sobre fogones de leña. Los rostros estaban quemados por el sol, curtidos por el frío seco. Pero en los ojos… había dignidad.

La niña nos esperaba.

Tenía nueve años. Piel de cobre, ojos grandes y negros como pozos de silencio. Estaba sentada en una silla de ruedas improvisada. La madre, una mujer pequeña con las manos agrietadas por el trabajo, nos recibió con reverencia contenida.

—Ella se llama Tayka —dijo en voz baja, en quechua. Yo entendí sin necesidad de traducción. Tayka: "madre tierra".

Me agaché frente a la niña. Le tomé la mano. Estaba fría. Frágil. Pero sus ojos… estaban despiertos.

Él se arrodilló también.

—Hola, Tayka —dijo con suavidad—. Soy médico. Vengo a ayudarte.

Ella lo miró, seria. Luego asintió.

Esa misma tarde, hicimos la valoración. Él examinó cada dato, revisó con cuidado los exámenes, las notas, los signos. Su rostro era una mezcla de preocupación y determinación.

—No puede quedarse aquí —me dijo finalmente, mirándome con firmeza—. Necesita tratamiento inmediato. Quimioterapia. Transfusiones. Monitoreo constante. Si no se la llevan ahora, la pierden.

Asentí.

—El jet aún está en La Paz. Podemos salir esta noche.

—¿Y los permisos?

Saqué mi celular satelital y marqué un número.

—Dame diez minutos.

Él me miró con una mezcla de respeto y asombro. Sabía que yo no era una doctora común. Pero no preguntó más.

Tayka fue preparada en silencio. Su madre lloró al despedirse, aunque prometimos que la llevaríamos a Mexico a penas se pudiera. Los aldeanos se reunieron para verla partir. Algunos rezaban. Otros simplemente observaban.

Esa noche, mientras subíamos al avión de regreso, Tayka dormía en una camilla con una manta de lana gruesa sobre el pecho.

Él me miró, la emoción marcada en el rostro.

—Gracias por esto. No sabía que tú… que hacías estas cosas.

—No lo hago por humanidad —dije en voz baja—. Lo hago porque puedo. Porque no necesito dormir. Porque no tengo familia. Porque… necesito que mi existencia sirva para algo.

Él no dijo nada.

Pero se sentó a mi lado.

Y por primera vez desde que nos conocimos, no quise alejarme.



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En el texto hay: vampiros, , romance

Editado: 12.05.2025

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