El avión volaba alto sobre las nubes, envuelto en un silencio que parecía ajeno al mundo.
Tayka dormía, vigilada por una enfermera en la parte trasera. Él y yo estábamos en el salón principal del jet, con las luces tenues, un par de copas vacías y la noche latiendo tras los cristales.
Mathis me observaba. Llevaba un buen rato haciéndolo, con esa mirada suya que no presionaba, pero tampoco soltaba.
—Antes… cuando hablaste de tu existencia —dijo en voz baja—, ¿qué quisiste decir?
Me quedé quieta.
Sabía que esa pregunta llegaría tarde o temprano.
—Es solo una forma de hablar —respondí, mirando hacia la ventana—. Una metáfora. Ya sabes, cuando la vida parece muy larga...
—No sonó a metáfora —dijo sin rodeos.
Me giré hacia él. Su expresión no era de sospecha, sino de preocupación. De interés genuino. Eso lo hacía más difícil.
—Hay cosas de mí que no puedo explicar, Mathis —dije, bajando la voz aún más—. No ahora. Pero te prometo que… no son oscuras para ti. Solo… distintas.
—¿Distintas cómo?
—Solo… confía en mí —susurré, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
Se hizo un silencio largo. Y entonces lo sentí moverse. Vino hacia mí. Se sentó a mi lado en el sillón de cuero y, sin decir nada más, tomó mis manos entre las suyas.
Me estremecí. No por el gesto… sino porque mis manos estaban heladas.
Él lo notó.
—¿Tienes frío?
Lo miré, apenas sonriendo.
—Siempre —dije—. En el corazón… siempre hay frío.
No hubo más preguntas. No intentó entender. No quiso forzarme.
Solo me besó.
Sus labios encontraron los míos con una ternura nueva. Sin urgencia. Sin miedo. Un beso más largo, más profundo. Un beso que no buscaba respuestas, solo presencia.
Y esta vez, no lo aparté.
Apoyé mi frente en su pecho, sintiendo su calor, su pulso, su vida. Me rodeó con los brazos, y por primera vez en mucho tiempo, no sentí hambre. Solo paz.
Mathis se quedó dormido así, abrazándome. Su respiración era un vaivén suave que me anclaba a la realidad. Yo no dormí, por supuesto. Solo lo observé, grabando en mi memoria cada línea de su rostro, cada pestaña, cada surco suave junto a su boca.
Cuando aterrizamos en Cancún, el sol apenas despuntaba.
Lo toqué con suavidad en el hombro.
—Ya llegamos.
Abrió los ojos con pereza, desorientado, y luego me sonrió como si despertara de un sueño cálido.
—¿Dormí mucho?
—Lo suficiente para recargar el alma —respondí.
Él se incorporó. Yo caminé hacia el fondo del avión para revisar a Tayka. Todo estaba en orden.
Pero por dentro, yo no lo estaba.
Porque por más que lo abrazara… el frío seguía ahí.