Besos de Sangre

Capítulo 24: Ecos del ayer

La ambulancia nos esperaba en la pista.

Mathis subió con la niña sin pensarlo dos veces, ayudando a la enfermera a asegurar la camilla, a organizar los papeles. Me lanzó una mirada antes de irse. No hizo falta hablar.

Yo me quedé.

Los trámites aduanales fueron un infierno.

Ni siquiera los contactos más antiguos que tenía pudieron acelerar el proceso. Pasaportes, actas, permisos médicos, firmas digitales, preguntas innecesarias. Todo se sentía más engorroso de lo habitual. Y yo no era conocida por mi paciencia.

Cuando por fin salí del aeropuerto, el sol ya había recorrido medio cielo y mi pulso —si tuviera uno— estaría vibrando de frustración.

Al llegar a la clínica, ya todo estaba hecho.

Tayka estaba instalada en una habitación privada, rodeada de monitores, con una vía en el brazo, y una enfermera especializada a su lado. Mathis estaba de pie, con los brazos cruzados, leyendo un expediente con el ceño ligeramente fruncido.

Tenía el rostro cansado, la camisa arrugada, las ojeras hundidas. Pero se veía hermoso.

Demasiado hermoso.

Cuando me vio entrar, dejó los papeles sobre la mesa.

—Te tardaste —dijo, sin reproche, solo constatando el hecho.

—La burocracia no entiende de urgencias —respondí, quitándome el saco y dejándolo en una silla.

—Ya todo está listo. Comenzamos con hidratación, y el laboratorio llegará en una hora para nuevos estudios.

Asentí. Lo vi luchar contra el agotamiento.

—Ve a descansar, Mathis. Yo me quedo con ella esta noche.

Él me miró por un instante. Había algo en sus ojos que no supe descifrar. Gratitud. Tristeza. Quizás una esperanza que aún no se atrevía a abandonar.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Salió sin protestar. Y yo me senté junto a la cama.

Tayka dormía. Su pequeño pecho subía y bajaba con lentitud. Una parte de mí la envidiaba. No por su fragilidad, sino por su capacidad de cerrar los ojos y entregarse sin miedo.

La habitación estaba en penumbra. El único sonido era el suave pitido del monitor cardíaco. Afuera, el mundo seguía girando. Pero yo… yo estaba congelada.

Y entonces vinieron los recuerdos.

Mathis, con su expresión intensa y noble. Con sus preguntas honestas. Con su deseo contenido.

Y él.

Étienne.

El vampiro francés.

Mi creador. Mi primer amor. Mi condena.

Mathis era exactamente igual a él. Pero no se parecían en nada. Tenía algo en la mirada. En la manera en que decía mi nombre. En esa dulzura trágica que había aprendido a reconocer desde hacía siglos.

Y eso me aterraba.

Porque amar una vez me había costado la muerte. Y amar de nuevo… podría costarme algo peor.

Pasé la noche sentada junto a la niña, sin moverme, sin pestañear. Observándola respirar, como si su lucha me recordara que todavía podía sentir algo humano.

En algún momento, me incliné y le acaricié la frente.

—Vas a vivir, pequeña —le susurré—. No vas a morir como yo.

Y entonces, sin que nadie lo supiera, sin que nadie me escuchara… lloré.

Lloré en silencio, como solo lo hace alguien que ya no tiene lágrimas, pero aún tiene alma.



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En el texto hay: vampiros, , romance

Editado: 12.05.2025

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