Las noches en Tuzantla eran silenciosas, pero no tranquilas.
Lucía tardó en adaptarse. Sus primeros intentos de cazar animales fueron torpes, desesperados. No era selectiva. Se lanzaba con violencia, con miedo, con el recuerdo aún latente del abandono.
—No es sólo alimentarte —le repetía—. Es dominarte. Si la sangre te domina a ti, estás perdida.
—Pero duele… —susurraba ella, después de beber de un venado sin matarlo—. Duele contenerse.
La miraba y me veía a mí misma, siglos atrás.
—Lo sé. Pero cada vez duele menos. Hasta que aprendes a vivir con el hambre como una vieja amiga. No confiable, pero siempre ahí.
Lucía comenzaba a entender. No con palabras. Con mirada. Con instinto.
Pasamos varias noches entrenando en los cerros. Le enseñé a moverse en silencio, a detectar pulsos, a controlar sus colmillos, a no ceder al frenesí.
Y entonces, mientras ella dormía bajo tierra, protegida del sol, llegó el mensaje que había temido.
Mi celular vibró.
Mathis.
Cinco llamadas perdidas. Dos mensajes.
> ¿Estás bien?
La madre de Tayka preguntó por ti. Dijo que dejaste cosas sin avisar. Estoy preocupado… por ti.
Lo sostuve entre mis dedos como si ardiera.
No sabía qué decirle. No podía decirle nada sin mentir.
Escribí.
> Estoy bien. Surgió un asunto delicado en Michoacán. Te llamo esta noche. Cuida a la niña.
La respuesta llegó en segundos.
> Solo dime si estás a salvo.
Me quedé viendo esa frase demasiado tiempo.
A salvo.
¿Estaba?
Si, por supuesto, Lucía no representaba ninguna amenaza para mí.
Cerré los ojos. Respiré.
Esa noche, le preparé a Lucía una bolsa de sangre animal concentrada.
—Hoy descansarás. Mañana saldrás sola. Quiero ver si aprendiste algo.
Ella me miró, nerviosa, pero asintió.
Yo me alejé de la cueva. Busqué señal. Caminé hasta una colina donde el cielo parecía más abierto, más limpio.
Lo llamé.
Contestó al primer timbre.
—¿Nara?
Su voz me atravesó.
—Sí. Estoy bien —dije, sentándome sobre una roca—. Pero… necesitaba resolver algo.
—¿Algo como qué?
Silencio.
—Como yo misma —susurré.
—¿Quieres que vaya?
—No. Esta vez es algo que tengo que hacer sola. Pero… quería que supieras que no me he ido del todo.
—No quiero que te vayas nunca —dijo, y su sinceridad me hizo cerrar los ojos—. Pero tampoco quiero ser una carga. Solo… prométeme que volverás.
—Lo haré.
—¿Pronto?
—No sé.
—¿Puedo decir que te extraño?
Asentí, aunque él no podía verlo.
—Puedes.
Colgué.
Miré las estrellas sobre Tuzantla.
Y supe que por muy lejos que huyera, siempre habría alguien esperando.
Y esta vez… no quería hacerle esperar demasiado.