Lucía ya no era la misma criatura temblorosa que encontré semanas atrás en aquella cueva. Se movía con confianza. Cazaba con precisión. Su mirada ya no ardía con rabia, sino con decisión.
—Quiero verte feliz —le dije mientras nos sentábamos bajo el cielo despejado, después de una cacería limpia.
Ella me miró, con los ojos brillando más por emoción que por la sangre que acababa de tomar.
—He estado pensando… —dijo—. Quiero ver a mi familia. Solo un momento. Decirles que estoy bien.
Negué suavemente con la cabeza.
—No, Lucía. Es peligroso. Tú no eres la misma. Y ellos tampoco lo entenderían. No puedes regresar.
—Pero…
—Escúchame —interrumpí, tomándole la mano con firmeza—. Si los amas, aléjate. No los pongas en riesgo. No los obligues a mirar algo que no pueden comprender.
Ella bajó la mirada. Luchaba contra la nostalgia, contra la culpa.
—Prométemelo.
Tardó unos segundos. Luego asintió.
—Lo prometo.
—Bien. Entonces esto es para ti.
Saqué del bolsillo interno de mi chaqueta un sobre grueso. Dinero suficiente para que pudiera empezar una nueva vida, con libertad. Sin vínculos. Sin cadenas.
—¿Y si alguien me encuentra? ¿Si otro vampiro…?
—No todos somos como tu creador —le dije con suavidad—. Pero si alguien lo intenta, tú ya no eres una presa. Eres una sombra con memoria. Y fuerza.
Ella sonrió, conteniendo las lágrimas. Y luego me abrazó. Fue un abrazo real. Cálido. Agradecido.
—Gracias, Nara.
—Corre libre, Lucía. Y no mires atrás.
Y entonces, corrimos.
Corrimos juntas por última vez.
Nos lanzamos entre los cerros, veloces como el viento, brincando rocas, ramas, ríos. Nos reíamos. Éramos lobas. Eramos salvajes. Hermanas por elección. Por sangre.
Finalmente, en la cima de una colina, se detuvo.
Me miró por última vez. Y corrió. Más rápido de lo que jamás la había visto.
Corría con la libertad de quien elige su destino.
La vi alejarse. Hasta que se perdió entre los árboles.
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Volví a Morelia esa misma noche. En silencio. Sin tristeza. Con la extraña paz de haber hecho lo correcto.
Desde ahí, tomé el primer vuelo a Cancún.
El aeropuerto estaba lleno de turistas felices, sol, maletas, risas. Yo solo pensaba en un par de ojos cafés y una voz que había estado esperando.
Tomé el celular.
Marqué.
Contestó al segundo tono.
—¿Nara?
—Ya estoy de vuelta —dije, mirando por la ventanilla del auto que me llevaría a casa—. Llegué al aeropuerto hace un rato.
—¡Voy a buscarte!
Sonreí suavemente.
—No hace falta. Ya tengo el carro que me lleva a casa.
Hubo un silencio. Pequeño. Cálido.
—Entonces… iré a tu casa.
—Te espero.
Cerré los ojos.
Y por primera vez en mucho tiempo, el regreso… no dolía.