El domingo despertó lento, dorado, tibio.
La luz del amanecer comenzaba a deslizarse por el ventanal de cristal, acariciando las cortinas blancas y el borde de la cama. Mathis comenzó a moverse. A respirar más profundo. A sacudirse suavemente el sueño.
Yo, aún con los ojos cerrados, lo sentí.
Se giró hacia mí, sin saber que estaba despierta. Acarició una hebra suelta de mi cabello. Sus dedos recorrieron mi rostro con la suavidad de alguien que cuida un secreto.
—Eres hermosa incluso dormida —murmuró—. Y sigues siendo un misterio.
Sonreí por dentro. No moví un solo músculo.
Lo escuché levantarse. Su paso por la alfombra, el crujido sutil de la escalera de madera. Poco después, los sonidos de la cocina: tazas, pan, el chisporroteo leve de mantequilla sobre sartén.
En algún momento, sin darme cuenta… me dormí de verdad.
Fui despertada por un beso suave sobre la frente.
—Buenos días, dormilona —susurró Mathis, con una bandeja entre las manos.
Me senté con torpeza fingida.
—¿Qué hora es?
—Las suficientes como para que el desayuno esté listo y tibio.
Sobre la bandeja: café, jugo, pan tostado, frutas. Un toque humano que me conmovió más de lo que estaba preparada para aceptar.
—Gracias —dije, con una sonrisa que venía del alma.
—Hoy no hay trabajo, ¿recuerdas? Podríamos hacer algo que no tenga que ver con hospitales.
—Como… vivir —murmuré.
Él se rió, asintiendo. Empezamos a comer. Hablamos de cosas simples. El clima. El mar. Un libro que él estaba leyendo y que prometió prestarme. Pero yo sabía que no podía quedarme ahí. En la superficie.
Así que, con la voz aún temblorosa, lo intenté.
—Mathis…
Él levantó la vista.
—Quiero contarte algo. No todo. No todavía. Pero… algo real.
Él no habló. Solo asintió. Sus ojos no me presionaban. Me invitaban.
—No soy como las demás personas. No solo por cómo pienso. O cómo vivo. Hay cosas de mí… que vienen de muy atrás. Lugares lejanos. Tiempos que ni siquiera imaginas.
Mathis enarcó una ceja, curioso. Pero no interrumpió.
—He vivido muchas vidas. Y no todas fueron humanas. Perdí personas. Dejé lugares. Hice cosas de las que no me enorgullezco. Y también… intenté salvar lo que pude.
Tomé aire. Aunque no lo necesitaba.
—No te estoy pidiendo que entiendas todo. Solo… que sepas que lo que siento por ti es lo único verdaderamente nuevo que ha entrado en mi vida en mucho, mucho tiempo.
Él apoyó la taza sobre la bandeja. Se me quedó mirando en silencio. Analizando cada palabra.
—¿Y esto es lo máximo que puedes contarme ahora?
—Sí.
—¿Y algún día sabré el resto?
—Si decides quedarte… sí.
Hubo un silencio largo. Se sentó más cerca. Tomó mi mano.
—Entonces me quedo.
—Aún no sabes qué soy.
—No. Pero sé quién eres.
Y eso, por hoy, fue suficiente.
Pero en mi pecho, donde el corazón ya no latía, una verdad se hizo clara:
Hasta que él no supiera todo, no podía tenerlo de verdad.
Y si decidía marcharse cuando lo supiera…
Tendría que dejarlo ir.