La luna esa noche colgaba como un espejo roto sobre las montañas.
Habíamos cazado juntos. Una presa más grande de lo usual: un puma. Yo me moví con precisión, rapidez. Él me dejó hacer todo, observándome desde una rama como si yo fuera su obra maestra.
Cuando terminé, me acerqué a él. La sangre aún caliente en mis venas. Mis sentidos encendidos. Y por primera vez, no me sentí como su aprendiz.
Me sentí igual a él.
Él bajó de la rama con elegancia inhumana. Caminó hacia mí sin romper la mirada. Se detuvo tan cerca que podía oler el perfume tenue de su piel: madera, tierra, algo antiguo.
—Estás cambiando —dijo, casi en un susurro.
—¿Para bien? —pregunté, con la voz apenas temblorosa.
Él no respondió. Solo me acarició el rostro, despacio, como si comprobara que yo realmente estaba ahí.
—Tus ojos ya no suplican —añadió—. Ahora ordenan.
Le tomé la mano. La llevé a mi pecho. No había latido. Pero sí había fuego.
—¿Qué somos tú y yo? —le pregunté.
—Eternos —dijo—. Y condenados.
—Pero juntos.
Él me besó.
No como un maestro. No como un protector.
Me besó como un hombre que había esperado siglos para volver a sentir. Con hambre. Con rabia. Con deseo.
Yo respondí con la misma furia. Nuestros cuerpos se aferraron como si pudieran romperse. Mi ropa cayó primero. Luego la suya. La gruta fue testigo de nuestro desenfreno. De las bocas que mordían. De los labios que susurraban nombres rotos.
Y entonces, en el punto más alto, cuando nuestros cuerpos eran uno y nuestras sombras bailaban con el fuego de las antorchas…
Él me mordió.
Los colmillos se hundieron en mi cuello con precisión. El placer fue tan intenso que grité. No de dolor. De éxtasis. La sangre brotó… y él bebió.
Pero solo lo suficiente.
No me debilitó. No me quitó. Me reclamó.
Y yo… hice lo mismo.
Mis colmillos encontraron su pecho. La sangre de mi creador llenó mi boca como vino oscuro. Fuerte. Denso. Intoxicante.
Nos bebimos mutuamente. Nos saboreamos.
Nos atamos.
Y cuando terminamos, desnudos entre las piedras, entre ecos y jadeos, entre restos de fuego y sangre seca, él me susurró al oído:
—Ahora sí… eres mía. Y yo soy tuyo.
Cerré los ojos.
Y supe que nunca volvería a ser libre.