Besos de Sangre

Capítulo 38: América Roja

La isla ya nos quedaba pequeña.

Era cuestión de tiempo. Ya no podía seguir escondiéndome en esa gruta, evitando el sol, la tribu, mi madre. Cada noche que salía a cazar más lejos, cada día que dormía más profundamente en lo oscuro, me alejaba de lo que fui.

Y lo que fui… ya no existía.

Él lo sabía.

—Es hora de irnos —me dijo una noche, con los ojos clavados en el horizonte—. Este lugar ya no puede contenerte.

No discutí. No lloré. Pero cuando nos fuimos, lo hice en silencio.

Desde una loma, observé el poblado. Las fogatas encendidas. Las risas. Las voces lejanas que aún me parecían familiares. Y allí estaba mi madre. Caminando hacia el río, con la espalda curvada por los años. La misma mujer que me había llamado monstruo.

Le susurré adiós con los labios cerrados.

Sabía que nunca volvería a verla.

Nos lanzamos al mar al caer la noche.

Nadamos durante horas, a velocidad vampírica, bajo el cielo negro y las estrellas como guía. En cuestión de horas, ya habíamos dejado atrás la isla. Tocamos tierra en el borde de lo desconocido: el gran continente.

Entramos por lo que hoy llaman América del Sur.

Era 1596.

Todo era vasto, húmedo, vibrante.

Selvas interminables. Ríos como serpientes líquidas. Montañas que tocaban el cielo y animales que nunca había imaginado. El aire estaba lleno de vida… y de muerte. Mosquitos, jaguares, monos gritones, aves con ojos inteligentes y tribus que aún no conocían el miedo.

Las colonias comenzaban a extender sus tentáculos.

Los españoles construían iglesias donde antes había templos de piedra. Los portugueses quemaban bosques para plantar azúcar. Había esclavos traídos en barcos, mestizos en todas partes, conquistadores que creían dominar la tierra… sin saber que nosotros caminábamos por sus bordes, invisibles.

Nos mantuvimos en la selva, al principio.

Cazábamos animales. Tapir, venado, jaguar. Pero a veces… la sed era demasiado. Yo aún no sabía detenerme. Él me enseñaba, sí. Pero no siempre llegaba a tiempo.

Mordía a un hombre y no podía parar. Bebía demasiado. Dejaba cuerpos pálidos entre los arbustos. Él me regañaba, me sostenía, me forzaba a aprender.

—No somos bestias, Nara —me decía—. Somos cazadores con propósito. Si te dejas llevar, terminarás como los que cazamos nosotros.

Aun así, lo amaba.

Lo amaba como nunca amé a nadie. Cada noche era una luna distinta. Correr junto a él entre árboles, sentir su fuerza, sus besos teñidos de sangre, sus manos bajo mi piel helada. Nos amábamos sin miedo. Sin límites.

Aprendí rápido.

El español, el portugués, el lenguaje de los misioneros y los esclavos. Sabía imitar acentos, caminar como humana, pasar desapercibida en los mercados o entre viajeros. Ventajas de ser vampiro: mente afilada, memoria infinita, capacidad de adaptación.

Viajamos por años.

Desde las costas del Brasil hasta los Andes. Desde el Alto Perú hasta la selva profunda de la Amazonía, donde finalmente nos detuvimos un tiempo largo. Allí todo era exceso: vida, agua, sonido, sangre.

Dormíamos en cuevas ocultas, bajo raíces milenarias. Nos alimentábamos de animales exóticos. Y a veces… de colonos perdidos. De soldados que abusaban de los nativos. De mercenarios que nadie extrañaría.

—Aquí el mundo aún no está escrito —me dijo una noche, con la boca manchada de rojo.

—Ni nosotros —respondí.

Y fue en esa selva donde terminé de convertirme en lo que soy.

Ni hija.

Ni humana.

Ni salvaje.

Vampira.

Y aunque lo amaba con toda la sangre que corría por mí…
Empezaba a preguntarme qué éramos…
Y qué seríamos, cuando la eternidad dejara de sentirse tan nueva.



#1324 en Fantasía
#769 en Personajes sobrenaturales

En el texto hay: vampiros, , romance

Editado: 12.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.