Era una noche sin luna.
La selva estaba más viva que nunca. Aullaban los monos, silbaban las serpientes, y el río —oscuro, profundo— susurraba en una lengua que solo los antiguos entendían. Habíamos cazado en silencio, alejados de todo, bebiendo de un par de colonos borrachos que habían perdido su camino entre árboles húmedos y raíces como garras.
Volvíamos al refugio cuando lo sentimos.
No un olor. No un sonido. Una presencia.
Él se detuvo primero. Sus ojos azules se enturbiaron, su mandíbula se tensó.
—¿Lo sientes? —preguntó.
—Sí.
Era como si algo nos mirara desde lo alto de los árboles… o desde debajo del agua. Un algo que no quería esconderse. Que quería que supiéramos que estaba ahí.
Nos movimos rápido. Silenciosos. Cazadores a la inversa.
Y entonces lo vimos.
Sentado sobre una roca en medio del río, como si el agua lo adorara.
Un hombre.
O lo que parecía un hombre.
Alto, piel dorada como el bronce antiguo, cabello largo y oscuro, apenas cubierto por una túnica negra que le caía hasta los tobillos. Estaba descalzo. Tenía colmillos al descubierto y una sonrisa que no parecía tener prisa.
—Bonsoir —dijo, en francés perfecto—. Estaba empezando a pensar que esta selva no tenía compañía decente.
Mi creador se adelantó un paso.
—¿Quién eres?
El extraño se inclinó en una reverencia teatral.
—Me llaman Kodael. Nací en lo que ahora llaman el Congo… hace unos cuantos siglos. Crucé el Atlántico en una nave de esclavos, pero escapé antes de que tocaran tierra. Desde entonces, camino esta parte del mundo. Y ustedes… no son de aquí.
Me puse en guardia. No por miedo. Por desconfianza.
Él nos estudió con ojos oscuros como aceite. Cuando me miró a mí, algo en su sonrisa cambió.
—Tú eres recién nacida —dijo—. Lo huelo. Aún estás ardiente por dentro. Sedienta. Indomable.
Mi creador dio un paso más, colocándose levemente frente a mí.
—No se te ocurra tocarla.
Kodael alzó las manos en gesto de paz.
—No vine a pelear. Solo a… presentarme. Somos pocos en estas tierras. Y menos aún los que piensan antes de matar.
—¿Y tú? —pregunté, por fin—. ¿Piensas?
Kodael sonrió, mostrando sus colmillos.
—Solo cuando no estoy bailando con la sangre.
Mi creador me tomó del brazo.
—Vámonos.
—¿Tan pronto? —dijo Kodael con tono burlón—. Pero si apenas comienza la noche. Podemos compartir historias… o presas.
Yo no me moví.
Algo en él me atraía. No como deseo… sino como un espejo oscuro. Como si me mostrara una parte de mí que yo aún no me atrevía a explorar.
—¿Volveremos a verte? —pregunté.
Kodael me guiñó un ojo.
—No tienen que buscarme. Yo sabré cuándo encontrarlos.
Nos marchamos. Pero yo sabía que esa noche no terminaría en paz.
Él estaba molesto.
Lo sentía en sus pasos. En el modo en que no me miraba.
—¿Por qué no querías hablar con él? —le pregunté finalmente.
—Porque conozco a los de su tipo. Vampiros sin ley. Sin límite. Criaturas que se alimentan del caos. No como nosotros.
—¿Y qué somos nosotros?
Él me miró por fin.
—Aún no lo sé.
Pero yo sí.
Sabía que algo había cambiado.
Que el mundo ya no era solo nuestro.
Y que Kodael… iba a regresar.