El amanecer era cruelmente hermoso.
Toledo despertaba entre campanas lejanas y un cielo que comenzaba a teñirse de oro y fuego. Los vampiros de la élite se reunieron en lo alto del monasterio abandonado, rodeando el círculo de piedra sagrada donde Étienne sería ejecutado. Los jueces observaban desde sus tronos de mármol, fríos, implacables. Y Kodael, de pie, elegante, satisfecho.
A mí no me dejaron acercarme.
Intenté todo. Grité. Supliqué. Amenacé. Me arrodillé ante los mismos que alguna vez me celebraron. Nada sirvió. Me empujaron a un rincón, rodeada de sombras, como una espectadora más.
Y allí estaba él.
Étienne.
De rodillas. Desnudo del cuello hacia arriba. Con cadenas de plata en las muñecas. El cabello revuelto, la piel pálida, los ojos… tranquilos.
Cuando me vio entre la multitud, apenas sonrió.
Fue suficiente para romperme.
El verdugo aguardaba. El sacerdote vampírico leía en latín el crimen inventado. El cielo se tornaba cada vez más claro.
Y entonces, cuando el sol tocó el borde de las torres, cuando los primeros rayos comenzaron a filtrarse entre los arcos…
Corrí.
No escuché gritos. Ni advertencias. Solo el latido ausente de mi pecho gritando su nombre.
Corrí.
Atravesé el círculo de piedra. Me lancé sobre él. Lo abracé con toda mi eternidad.
—¡Étienne! ¡No! ¡No te vayas, no me dejes!
Él abrió los ojos. El asombro primero. Luego, la ternura. Me acarició la mejilla con los dedos débiles, encadenados.
—Mi niña… qué haces… debes irte. ¡Te destruirás!
—Prefiero arder contigo… que vivir sin ti.
Él intentó cubrirme con su cuerpo, pero ya era tarde.
El sol apareció.
Y lo tocó.
Sus gritos fueron silenciosos.
Su piel se agrietó. Se quebró. Se encendió como papel. Sus ojos se tornaron ceniza. Su cuerpo comenzó a deshacerse en mis brazos, grano por grano. Como arena que se escapa entre los dedos.
Y yo…
yo esperé arder con él.
Esperé el dolor. La quema. La muerte final.
Pero no llegó.
Sentí calor. Una luz enceguecedora. Lágrimas que no sabía que aún podía llorar. La vista nublada. Un viento que me empujaba. Y el polvo de Étienne … cubriéndome el pecho.
Y entonces abrí los ojos.
Y el sol estaba sobre mí.
Y no me había hecho daño.
Mi piel seguía intacta. Mis sentidos… más agudos que nunca. El mundo brillaba. El aire me dolía por su belleza. Todo era luz. Todo era… vida.
Grité.
Me arrodillé en silencio.
Y entendí que era libre.
Y también… la única.
La única criatura de la noche capaz de caminar bajo el día.
Étienne …
Se había ido.
Para siempre.
Y lo peor…
Es que me había dejado viva.
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Esa misma mañana, sin decir adiós, sin mirar a nadie, sin despedirme ni de Kodael ni de los jueces ni de las piedras manchadas de ceniza…
me fui.
Cruzando bosques. Ciudades. Montañas.
Hasta llegar al mar.
Y juré no volver.
No mientras mi alma supiera llorar.