La casa estaba vacía.
No solo por la ausencia de pasos o de voces. Sino por esa ausencia que vibra. Que muerde. Que aprieta el pecho y lo deja temblando.
Mathis se había ido.
Y esta vez, no era una separación por orgullo o distancia.
Era por mí.
Me senté en el sofá donde estuvimos sentados horas antes. Aún olía a él. A hospital, a su loción suave, a su piel cálida de humano.
Cerré los ojos.
Y por un segundo, desee volver a ser mortal. Aunque fuera por un día. Un solo día. Para poder llorar con cuerpo, con fiebre, con cansancio. No esta lágrima fría. No este hueco eterno.
Eli entró sin tocar. Como siempre lo hacía cuando yo me destruía lentamente por dentro.
—Vi que se fue —dijo, dejando la chaqueta sobre el respaldo.
No respondí.
—¿Le contaste?
Asentí.
Eli se acercó. Me acarició el cabello, como cuando era una niña perdida.
—¿Y qué esperabas?
—No lo sé… —susurré—. Quizá que me viera como antes. Que lo nuestro pudiera sobrevivir a lo que soy.
—Nara… —suspiró—. Tú eres todo lo que muchas mujeres querrían ser. Fuerte. Libre. Eterna.
—Y sola.
Ese silencio… fue el que más dolió.
Eli se sentó a mi lado. Tomó mi mano, la misma que había sostenido espadas, bisturís, cuerpos, muertes.
—Nunca estuviste hecha para la soledad, Nara. Solo… te obligaron a acostumbrarte.
—Él me miraba como nadie más lo había hecho en siglos.
—Y quizá te vuelva a mirar así. Pero no ahora.
—¿Y si no vuelve?
—Entonces lo amaste con verdad. Y eso ya es más de lo que la mayoría tiene en una vida.
No dije nada.
Ni esa noche. Ni las siguientes.
Dormí poco. Bebí menos.
Caminé por la playa al amanecer con los pies descalzos, sintiendo el calor del sol en la piel como si aún fuera un castigo que no entendía.
No lo odiaba por irse.
Lo entendía.
Yo también habría corrido… si me hubiera conocido desde fuera.
Pero la verdad… es que lo que más temía no era su miedo.
Era que no regresara jamás.
Y el tiempo —incluso para una inmortal—
se hace eterno cuando el corazón no sabe si esperar…
o resignarse.